*Ya este viernes estaré finalmente volviendo de mis vacaciones. El texto de hoy, también escrito en el marco del taller, es un cuento para niños (y no tan niños). Su autora es Paz E., mamá de Tomasito.
Si, ésta es una historia de cucarachas. Pero no me malinterpreten. Ya sé que estarán arrugando la nariz mientras piensan: "Puaajjjj, cucarachas…" y se imaginarán a esos bichos marrones brillantes, resbalosos y movedizos a los que les gusta meterse en los lugares más oscuros de la cocina para robarse bocadillos incomibles que la escoba no alcanzó a barrer. O quizás piensen en aquellas otras que se acomodan cerca del baño para alimentarse quién sabe de qué asquerosidad que por allí encuentren.
Pero no. Estas cucarachas de las que hoy voy a hablar eran de una estirpe bien diferente. Eran una antigua familia de cucarachas viajeras. Cucarachas educadas. Cucarachas bien. Tenían cuatro apellidos porque, como casi nadie de su especie, llevaban un preciso registro de su árbol genealógico para no olvidarse de sus ancestros.
Eran la familia González Figueroa Rodríguez Mendieta y gozaban de cierta reputación entre los de su pueblo. Además, hablaban muy correctamente y vestían con elegancia y pulcritud. Razones de más para distinguirlos de sus vecinos.
La mamá de la familia se llamaba doña Irupé y usaba aros de perla y zapatitos rosas cada vez que, religiosamente, todos los domingos a la mañana, salían para misa. El papá se llamaba Don Gervasio y tenía bigotes y una panza respetable para un caballero de alta categoría. Y los dos hijitos eran Lola y Lalo, dos niños a los que daba gusto verlos tan prolijitos y bien educados.
Vivían en un gran hueco detrás de una baldosa floja del bajo mesada de la cocina, al que habían amoblado con el mejor gusto. Tenían una enciclopedia de 100 volúmenes de la Real Academia Cucaracha, a la que don Gervasio acudía cada noche para interiorizarse acerca de diversos asuntos de importancia. Y así, durante sus conversaciones con amigos y parientes, siempre podía sorprenderlos con nuevas ideas o reflexiones que los dejaban pensando. Doña Irupé asentía orgullosa y Lalo y Lola lo miraban llenos de admiración. Cuando fueran grandes querían ser tan sabios como su papá.
La vida de la familia González Figueroa Rodríguez Mendieta transcurría por aquel entonces con relativa tranquilidad y confort. Pero sucedió que un día los inquilinos de la cocina grande decidieron colocar, a pocos pasos de la puerta de su casa, un mortal artefacto que don Gervasio había tenido ocasión de conocer antes de la Gran Tragedia de la que salió con vida por un pelo. Desde afuera parecía un especie de galpón espiralado de lo más atractivo. Incluso despedía un aroma irresistible que invitaba a ingresar a sus túneles.
Pero él sabía que, fuera lo que fuese que hubiera adentro, no sería nada bueno, porque había visto con sus propios ojos como amigos y conocidos salían de él arrastrándose para morir a los pocos pasos. Él, por aquél entonces, no había podido ir a investigar como el resto por culpa de un resfrío que lo mantuvo en cama por una semana entera. Al tiempo de la tragedia que aquel vistoso galpón ocasionó, comprendió que probablemente este detalle lo mantuvo con vida. Porque nadie se explicaba a qué se debía la muerte fulminante que arrasaba con la población. Y cada uno de los miembros del pueblo, salvo don Gervasio, fue atraído por la novedad de los túneles para luego morir inexorablemente en lo que por mucho tiempo se recordó como la Gran Tragedia.
Por eso puso el grito en el cielo ni bien se dio cuenta de que se trataba del mismo tipo de amenaza. Comenzó a gritar como un desaforado para alertar a la población, que lo miraba con cierta reprobación. No está bien visto entre las cucarachas andar gesticulando o alzando la voz de semejante manera. Un vecino sentencioso, que siempre le había tenido un poco de envidia por su aparente superioridad y sus aires de caballero, meneando la cabeza sentenció: "Ya decía yo, tanto leer la enciclopedia lo iba a terminar enloqueciendo... " Otro, envalentonado por el giro que habían tomado las circunstancias, dijo con aire de superado: "Pero por favor, Don Gervasio, no nos pongamos extremistas. Hoy en día las cosas han cambiado. Ya no vivimos en la era Paleozoica... " Otro acotó, punzante: "Pero no ven que lo dice porque quiere ser él el primero que conozca los túneles y luego venir a dar cátedra con sus conocimientos... ". "Siempre llamando la atención... ", se escuchó en un murmullo mal disimulado. "Se trata en realidad de un circo moderno, no ven la forma aerodinámica de la entrada", aseguró categórico un cucaracho que veía poco, pero gustaba de convencer al resto de que las cosas eran como él decía que eran. Siguiendo la línea de semejante argumento, otro más imaginativo agregó: "Es, en realidad, un parque de diversiones. Yo tengo un primo que una vez estuvo en uno y me contó que se tiraba por túneles negros y lustrosos hasta una pileta llena de golosinas... ". "¡Golosinas!", exclamaron los más chicos. "¡Parque de diversiones!", repitieron los más aburridos. E imagínense el revuelo que se armó en el pueblo. En medio de una vida chata, aburrida y predecible, ocurría el milagro. Se armó tal alboroto que todos comenzaron a saltar y a vitorear enloquecidos por semejante suerte. Y a mirar con desprecio y resentimiento a la familia González Figueroa Rodríguez Mendieta.
Don Gervasio y su familia no podían creer lo que escuchaban. Nunca les había sucedido que su palabra fuera desoída o directamente menospreciada de esa manera. El golpe de semejantes cuestionamientos les pegó fuerte, pero no amedrentó el espíritu de la familia que, de alguna manera, se sentía responsable de los destinos del pueblo. Don Gervasio decidió confeccionar carteles y signos de peligro en la entrada para alertar de la trampa mortal. Instaló, además, un palco en la plaza central desde el cual se apoltronó noche y día a pregonar sobre los peligros del extremo de curiosidad y necedad del género cucaracho.
Doña Irupé trató de convencer a su grupo de señoras cucarachas amigas para que hicieran entrar en razón a sus familias. Organizó un té de caridad en el que repartió folletos recordatorios de la Gran Tragedia y las similitudes de los túneles espiralados.
Lalo se puso su casco de bombero, empuñó su espada del Zorro y se instaló en las proximidades de la entrada para impedir que alguien penetrara en ella. Esto le valió varios duelos con algunos de sus amigos, muchos empujones, rasguños y pedrazos. Al fin, descorazonado, se tuvo que ir a refugiar a su casa y ver salir borrachos y casi sin vida a varios de sus amigos del nefasto laberinto. Y Lola, que era demasiado chiquita para hacer algo, se puso a llorar a lágrima viva porque sabía que algo muy malo estaba pasando.
Fue un día terrible. Muchos cayeron en la trampa. Inconscientes, orgullosos o demasiado empecinados, hicieron caso omiso a todos los consejos y recaudos de la familia González Figueroa Rodríguez Mendieta. Muy pocos les creyeron e hicieron caso desde el primer momento. Hubo otros que, aunque no estuvieran del todo de acuerdo con la prédica de don Gervasio, no se animaron a entrar primeros y luego de constatar la suerte de los más aventureros, desistieron.
Fue un día terrible. Pero a partir de entonces pasaron tres cosas importantes:
Una, que don Gervasio se ganó el verdadero respeto y admiración de sus congéneres, y esto lo llenó de orgullo.
Dos, comprendió que está bien avisar pero que no se puede convencer por la fuerza de ninguna cosa, por más verdadera que sea. Porque el destino de cada uno es seguir su propio camino.
Y la tercera es que, a partir de aquel día, entre las cucarachas cuando quieren decir que alguien murió dicen: "se fue al parque de diversiones..."
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