El crimen de Fernando Báez Sosa: cuando incluso la condena, tiene sabor a poco
Después de la sentencia a los ocho chicos responsable de la muerte de Fernando Báez Sosa, nos tomamos un segundo para repensar todo lo que pasó.
8 de febrero de 2023
Personas sostienen carteles del difunto Fernando Báez Sosa con el mensaje en español: "Justicia por Fernando, asesinado en Gesell". - Créditos: Foto AP/Natacha Pisarenko/Archivo LA NACION
La comunicación en masa no tiene matices. Es blanco o negro. Estás a favor o en contra. Es bueno o malo. Es saludable o tóxico.
La comunicación encerrada en reels de un minuto, copies de dos párrafos, stories de 15 segundos, hilos de Twitter fraccionados, placas gráficas que te resumen “lo que pasó”, no alcanzan para lo vasto de la información. Sin embargo, tenemos tan poco tiempo, estamos tan formateados en la grieta, tan hartos de consumir panelistas que parece que lo único que vale es proclamar: de qué lado estás. Sin ningún doble clic, sin letra chica, sin asterisco: decí en una oración qué pensás. A mí, por lo menos, no me alcanza.
Por eso a veces me quedo en silencio, desaparezco de mi cuenta en Instagram y quedo como testigo de Coliseos romanos ajenos, pero que son tan míos. ¿Quiénes son los leones?, ¿quiénes son los gladiadores?, ¿quiénes son los que aúllan “muerte”?, ¿quién es esa arena que se ensangrienta?, ¿quién lo mira de lejos? Nadie sale vivo de la violencia, pienso. Y me cuesta tantas veces observar mi propia violencia, porque es tanto más fácil verla afuera.
Desde hace tres años mastico tristeza con la noticia de Fernando. Me transportó a mi adolescencia, con cierta nebulosa, donde todo era riesgo, cuando volver a casa era una odisea. Y de alguna manera –patriarcado mediante– todos pudimos ser Fernando, porque la violencia, el abuso, el sometimiento están agazapados esperando.
¿Qué nos redime de este dolor? Nada. Incluso la condena tiene sabor a poco, porque el vacío que nos deja lo que podría haberse impedido, nunca se llena. Especialmente para los padres, amigos, familiares.
Al mismo tiempo, me siento una hipócrita defenestrando a los victimarios, ¿quién soy yo para proclamarme como paladín de la justicia, o como la Madre Teresa de Calcuta, o como el ejemplo de virtud? ¿Quién soy yo para levantar el dedito acusador?
Se me viene una frase bíblica: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. A los culpables el castigo, necesario, ejemplificador, que produce la conciencia para ser mejores en el futuro, porque ahora ya es tarde; y la mirada divina para poder tener la perspectiva, para entender que cada asesino también fue el resultado de una sociedad violenta, carente, limitante.
Es mucho pedirnos eso, ya lo sé. Pero mi aprendizaje del último año fue: creo que hay que silbar más bajito, que no hay que dar nada por sentado, ni creer que tenemos la vaca atada. Nadie es ajeno a este sistema. Somos todos responsables, aunque es más fácil repudiarlo afuera. Pero si podemos salir del sistema blanco-negro, nos damos cuenta de que el horror invita al silencio, a mirarnos las propias grietas, a ver nuestras miserias, y al mismo tiempo saber que son la excepción a la regla, que somos mayoría aquellos que custodiamos la luz, incluso ante la oscuridad más absoluta. Pero nadie está exento de la sombra que acecha, por eso hay que mantenerse atentas. Más humildad, más conciencia, a eso me invito. Porque no hay manera de que gane el amor si seguimos odiando el odio.