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Una tarde sin hijos, ni mujer

¿Qué hacer cuando tu casa queda vacía y tenes todo el tiempo del mundo...para vos?. Mirá lo que hizo Sebastián Wainraich aquella tarde que su familia se fue de paseo.




De repente, mi casa se hizo inmensa y el silencio virgen me sorprendió.

De repente, mi casa se hizo inmensa y el silencio virgen me sorprendió. - Créditos: Corbis


Por Sebastián Wainraich
Hace un par de semanas, en mi vida se produjeron tres milagros seguidos e inesperados.
Milagro 1: mi mujer y mis hijos se fueron de mi casa.
Milagro 2: no se fueron por un ratito como suele pasar. A veces, hacen lo que se llama una escapada a la farmacia o el kiosco y enseguida vuelven. En esta oportunidad, se fueron toda una tarde.
Milagro 3: yo no tenía compromisos.
De repente, mi casa se hizo inmensa y el silencio virgen me sorprendió. No supe qué hacer con tanta libertad. Fui de acá para allá. Me senté, me acosté, caminé. Quise descansar. Pensé: ¿qué quiero hacer? ¿Terminar ese libro que nunca puedo porque un llanto o un reclamo me lo impiden? Me parecía poca cosa dedicarme sólo a ese libro. ¿Entonces? Una película. ¿Y si no me gustaba? Entregarle la libertad a una mala película era el masoquismo hecho cine. ¿Una serie? Capítulos de media hora. Sí. Me prepararía un sánguche de lo que hubiera, una gaseosa fría, y a ver la serie que más me guste.
Encaré la heladera: hacía tanto que ella y yo no estábamos a solas, como en los primeros tiempos. En aquellos años, era un mueble casi vacío. Hoy estaba completo con postrecitos, yogurcitos, frutitas, sí, todo en diminutivo porque era un festival para niños. Yo sólo quería 100 de salame, 100 de queso y un pote de mayonesa. A eso le sumaría unos panes y la felicidad era un hecho. Pero no. Entonces me pregunté: ¿voy a comprar o les robo un postrecito a mis hijos? Robar es otra cosa: esto era tomar prestado. Ellos, con los años, lo entenderían. Postrecito, sillón y serie. Me llevé dos, porque con uno solo mi panza diría "no me tomes por pelotuda". Puse el DVD, me hundí en el sillón y busqué el control remoto. No estaba. Me levanté. Me agaché. Miré por debajo del sillón, de la mesa ratona, al lado del televisor, al lado del teléfono. Entre las cajitas de DVD, en otros ambientes de la casa. En la cocina. ¡Sí! En la cocina. Lo abracé, lo valoré. Le pregunté por qué se iba tan seguido y cuando más lo necesitaba. Volví al sillón y presioné play. Nada. Más fuerte. No. Me acerqué a la tele. No. Reacomodé las pilas. Play. Quieta la pantalla. Debería manejar todo desde el aparato reproductor o ir a comprar pilas. Elegí comer los postrecitos en paz sin ninguna serie. Primero, los postrecitos. ¿Y después? Podría escribir. Ensayar. "¡Ya sé!", grité, "¿y si me doy un baño de inmersión?", me pregunté desencajado. Me contesté que sí. Fui al baño. La bañadera estaba repleta de muñequitos, juguetes y témperas acuáticas. Fue simple guardarlas todas en un carrito. Lo imposible fue encontrar el tapón de la bañadera. Era más rebelde que el control remoto. "¿Por qué tengo que hacer algo?", me dije mientras iba hacia mi cama. "¿Acaso no puedo estar sin hacer nada?", me insistí y me tiré al colchón. Por suerte, el control remoto de la pieza funcionaba y me entretuve en un furioso zapping que fue desde los programas de chimentos hasta alguna película pasando por goles de la liga de República Checa y documentales de jirafas nigerianas. En algún momento pensé en la autosatisfacción, por supuesto, pero estaba en jeans y un poco cansado. Poco a poco me fue ganando el sueño. Dormí. Si soñé con algo, no lo recuerdo.
Al despertar, miré el reloj, supe que en poco tiempo mi mujer y mis hijos volverían. Y también supe que, desde que estoy con ellos, es imposible sentirse solo.

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