Un refugio para ver pasar la vida

Allí, parado sobre esa playa pedregosa, rodeado de montañas verdes con cumbres blancas, con las escasas edificaciones que agregaban a mi ánimo una sensación de pionero, de aventura, de auténtica e impoluta naturaleza, allí comprendí que ése era mi lugar.

Atrás quedaron los fugaces enamoramientos de Villa Pehuenia, Villa La Angostura, Trevelin, Corcovado, Los Antiguos, El Chaltén y otros lugares que descubrí en mis veinte años de travesías patagónicas.

Algo de este sitio me atrapó. Es un triángulo, con un lado cubierto del verde de la ladera del cerro Chapelco; otro, con pequeñas lomas que se pierden por la ruta 63, y el tercero, brillando de un azul profundo, impactante. Pasó a ser parte de mi vida y de los cuatro amigos que lo descubrimos.

Muchas cosas influyeron, además del amor a primera vista: la trucha que pesqué y devolví en el arroyo Hermoso; el ciervo que se quedó mirándome en un sendero; la calidez y el espíritu de camaradería de sus escasos habitantes; el aterciopelado zorro que se dignó a pasar lento y cadencioso ante mí; la paz, esa serenidad acentuada por el viento patagónico.

Lamentablemente, en el próximo viaje va a faltar uno de nosotros: el querido Gustavo. Esa maldita enfermedad tan relacionada con el cigarrillo se lo llevó con una rapidez, violencia y crueldad inusitadas. A él, que siempre contaba su sueño: se lo veía con la pava y el mate en la mano, en una tarde serena, viendo brillar el sol del ocaso sobre las aguas de su amado lago Meliquina.

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