
“Lo viejo funciona”: la revalorización de lo analógico a partir de “El Eternauta”
En medio del furor de El Eternauta, la serie de Netflix que revaloriza lo analógico, y con la tecnología avanzando a toda velocidad, reflexionamos sobre volver a conectarnos con nuestra esencia y lo que nos hace humanos.
Fotografía: Gaspar Kunis
9 de mayo de 2025 • 11:35

El Eternauta pone en evidencia que nadie se salva solo. También, revaloriza la vuelta a lo analógico. - Créditos: Netflix
El furor por El Eternauta impactó en varios temas de conversación, uno es el de la importancia de lo analógico. "Lo viejo funciona", se dice en un momento en la serie, una frase que se volvió viral en estos días.
Es innegable: la tecnología es parte de nuestras vidas. Vivimos mediadas por pantallas que nos permiten comunicarnos con la otra punta del mundo en forma casi instantánea; que nos responden preguntas y agilizan nuestro trabajo diario; que nos conectan y también... nos desconectan. Nos toca ser parte de una era en la que los avances tecnológicos se suceden a ritmo acelerado –a veces tanto que no llegamos a procesarlo–. No tiene sentido demonizar la tecnología, pero sí reflexionar sobre cómo nos impacta y ponerlo en conciencia.
Si pasamos horas de nuestro día frente al celular, al final de la jornada, no solo fueron minutos, sino tiempo de vida que muchas veces se escurre en un scroll infinito. En contraposición, es curioso ver cómo, en la medida en que la tecnología gana terreno sobre nuestra atención, también emerge una “contratendencia” que, paradójicamente, nos aleja de las pantallas y termina acercándonos a nuestra propia naturaleza.
Esa humanidad profunda que pasa a un ritmo más lento que la celeridad que proponen las redes y el universo digital. Puede materializarse en salir de Spotify para poner un vinilo o deshacerse del smartphone para tener un teléfono que funcione solo como tal. O cambiar un Zoom por una reunión laboral en vivo, o abandonar el intercambio de audios a 2x con una amiga por una charla con un mate en la plaza. Somos parte de una generación tecnológica, sí, pero que también dispara la necesidad de volver a las bases, a lo natural, a nuestros orígenes. Quizá el desafío no esté en elegir entre un mundo u otro, sino en descubrir cómo integrarlos.
No sos (solo) vos, es el contexto y tu cerebro
Te sentás frente a la compu a empezar a escribir ese proyecto que requiere toda tu concentración. Te hiciste un café, organizaste el escritorio, tenés todo listo para empezar y... ¡chan! Suena una notificación en tu teléfono. Primero, mensaje de WhatsApp en tu grupo de running; después, un audio de tu jefa; y al toque, un mail de un cliente junto con un aviso de Instagram de que tu marca de ropa favorita está en sale. Atajás el mail, escuchás el audio y terminás scrolleando en alguna red sin saber cómo y dándole play a un pódcast nuevo. Cuando mirás el reloj, pasó una hora y media, tenés la vista cansada, la cabeza apabullada y el proyecto que ibas a escribir sigue en blanco.
¿Te identifica esta escena? Posiblemente sí, y no te pasa solo a vos. Por acá empezamos: la distracción a la que nos arrastra el mundo digital parece casi inevitable, y peor que eso, indistinguible. “Es importante una mirada más compasiva: cuando decís ‘estoy todo el tiempo con el celular, no puede ser que no pueda concentrarme’, no hay que olvidarse de que estamos frente a una enorme industria creada para hacer que te quedes ahí”; explica la psicóloga Cecilia Calós, nuestra experta consultada para esta nota, especializada en psicología positiva y mindfulness.
Cuando hace unos años le preguntaron a Reed Hastings, director de Netflix, cuál era su mayor competencia, no respondió con el nombre de ninguna otra plataforma: “Nuestro mayor competidor es el sueño”, disparó. La respuesta suena escalofriante, pero es real que hay una industria multimillonaria compitiendo por nuestra atención en las pantallas. Y tiene un impacto directo en nuestro cerebro.
El scrolleo constante genera una descarga dopaminérgica. La dopamina es un neurotransmisor que ayuda a controlar el movimiento, la memoria, el aprendizaje y el estado de ánimo, pero que, en exceso, puede provocar problemas de salud mental y física y generar algo parecido a una adicción. Por eso, no funciona intentar cambiar el mal hábito frente a las pantallas con la voluntad (como al alcohólico no se lo trata bajando la dosis de alcohol). Requiere determinación y disciplina, algo que, en un contexto sobresaturado de distracciones, es cada vez más complejo.
Si no se pueden tomar medidas drásticas, se puede optar por medidas intermedias que sean efectivas: eliminar las notificaciones, cargar el celular en otra habitación, sacarlo de la vista en una reunión o conversación importante, limitar el tiempo de uso, usar apps de control de tiempo en pantalla, etc. Otro hack está en establecer reglas claras, para cambiar prácticas de demanda externa permanente, como no mandar mails ni responder mensajes de trabajo antes y después de horarios determinados.
Digital versus analógico
Para seguir entendiendo el mundo que habitamos, hay que saber que hablamos de dos naturalezas diferentes y contrapuestas, pero ambas necesarias. El mundo de lo digital es fugaz, acelerado, efímero. Y el analógico es lento, sensorial, cíclico. La necesidad de detener esa rueda de hámster en la que muchas veces sentimos que vivimos es que, al frenar, podemos distinguir. Y hay ciertas experiencias que se perciben solo a una velocidad menor.
No puedo entender ni comprender un paisaje, una canción, un libro, una obra de arte, un beso, un abrazo... de forma acelerada. Todo eso requiere tiempo, un bien cada vez más preciado y que sentimos alejado porque cualquier actividad está en riesgo constante de ser invadida por mil notificaciones.
La sensación es que la pausa, el silencio, la lentitud y el espacio para detenernos son una especie de lujo al que no todos podemos acceder; cuando, en verdad, se trata de recuperar la independencia de elegir a qué queremos atender. Si regalamos constantemente nuestro tiempo y atención, que es lo más valioso que tenemos, entonces habremos perdido nuestra libertad. Ir por el mundo con las manos encadenadas al celular y la cabeza gacha es una elección de autosometimiento que podemos desarmar con conciencia. Recuperar la libertad de elegir en dónde ponemos la atención y a qué estímulo nos exponemos –aunque estemos bombardeadas por ellos– es un derecho al que no podemos renunciar.
Estar en presencia
Un estudio de la Universidad de Harvard publicado en 2010 demostró cuánto impacta la distracción en nuestro bienestar; y se comprobó que nuestros niveles de felicidad están muy ligados a la capacidad de estar en presencia –incluso cuando estoy haciendo algo que no me gusta–, es decir, lo opuesto a distraerse. Entre los resultados, el estudio determinó que casi la mitad de las horas de vigilia nos la pasamos pensando en lo que no está sucediendo, y que esa divagación mental suele provocarnos infelicidad.
En síntesis, “es imposible sacar riqueza de una situación en la que no estoy. Si no estoy conectada con la experiencia, extraer satisfacción es inviable, y hoy el mundo digital es una de las distracciones principales del estado de presencia”, explica Cecilia.
Entonces, si quiero hacer algo bien y sentirme satisfecha después, lo primero que tengo que hacer es chequear si realmente estoy ahí: ¿estoy en presencia?, ¿puedo enfocarme en esta actividad y apagar el resto de las distracciones por un rato? La mayor parte del tiempo esto nos cuesta mucho, porque el potencial atencional está tan vapuleado que nuestros cerebros se dispersan, y hacer foco en una sola cosa se vuelve cada vez más difícil. Y eso nos da la sensación de vivir a un ritmo acelerado en forma constante, algo que va de la mano con incrementar los niveles de ansiedad y, en consecuencia, de depresión y de trastornos en general.
El “vagueo mental” no es gratuito. Y si a eso le sumamos que cuando nos metemos en redes sociales el constante scrolleo genera comparación social –el típico “pensaba que mi vida estaba bien hasta que entré acá, vi la de otros y veo que no”, aunque no todo sea 100% así–, es lógico que nuestro cerebro explote.
El estudio demostró que “una mente que vaga es una mente infeliz”. Es cierto que la divagación mental parece ser el modo del funcionamiento del cerebro humano –que, distinto al de los animales, puede contemplar acontecimientos del pasado y pensar en lo que podría suceder en el futuro; por lo que gran parte de nuestra vida mental está invadida por lo no presente–. No obstante, sabemos que extraer algo valioso de una experiencia, tiene que ver con estar ahí.
No es ir contra el contexto, sino reconocer que hay todo un universo en lo analógico que es insustituible y que es parte de la experiencia humana que estamos buscando desesperadamente porque necesitamos volver al contacto, a lo sensorial y a un ritmo más pausado.
¿A qué necesitamos volver?
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Tomar conciencia: necesitamos tener un real registro del costo que tiene la hiperestimulación, que embota y nos hace perder la capacidad de atender lo relevante. “Es como fundir el motor: si tu cabeza no tiene espacio para vaciarse ni capacidad para poner foco..., perdés la capacidad para entender y registrar lo importante del entorno. Emerge una ceguera cognitiva: los estímulos para los que no estás atenta se pierden”, explica nuestra experta consultada.
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Hacer una cosa por vez, con el registro de los cinco sentidos: la actividad contemplativa y toda práctica que nos lleva a hacer de a una cosa por vez nos reconectan. Elegí alguna actividad cotidiana y dale atención plena. Por ejemplo, podés probar ver una película y solo verla (no mandar mensajes ni hacer cualquier otra cosa en paralelo); o elegir una actividad cotidiana como la ducha o lavar los platos y hacerla en pleno registro (sentir cómo cae el agua, cómo se diluye el jabón, los aromas, las sensaciones, la temperatura). Y si tu mente se va, simplemente traela de nuevo.
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Escribir a mano: volvé a la práctica de escribir a mano y date un momento al día –idealmente al comenzarlo o al terminarlo– para escribir y vaciar la mente en un cuaderno que tengas especialmente para esta tarea. Algo simple puede ser llevar un diario de gratitud, con tres cosas por las que agradecés cada día. Esto expandirá tu capacidad de enfocarte en lo positivo (y seguro te demostrará que siempre, siempre, hay algo para rescatar y agradecer).
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Sostener la incomodidad: hay una idea confusa de que meditar y estar en atención plena son algo placentero. En realidad, no tienen que ver con placer sino con estar atentas a lo que acontece, y eso, muchas veces, es incómodo. Estar presente requiere práctica y se ejercita como un músculo: al principio va a doler y a costar, pero con el tiempo es algo que se conquista.
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Estar atentas al feedback de las experiencias: Cuando algo me hace sentir bien, me da una pista. “Que la experiencia te marque lo que va para vos y no es solamente placentero, sino significativo”, suma Cecilia Calós. Registrar algo que tiene sentido para vos porque es valioso, buscar actividades de ese orden, como la actividad física, por ejemplo, que requiere tolerancia y sostén, y el placer llega después, por la satisfacción de haberlo hecho.
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Reconectarse con el asombro: nuestra realidad está sesgada por lo que conocemos. Si le damos a nuestro cerebro información nueva, entonces eso que para nosotros es lo “real” se transformará y ampliará. Conectate con personas que te abran el mundo, abrí conversaciones significativas, animate a experiencias que te saquen de tu zona de confort. Puede ser con algo tan simple como hacer la caminata al trabajo por un camino diferente cada vez, o más complejo como viajar a un país de una cultura totalmente distinta a la nuestra. El efecto de reconectarnos con el asombro nos “ensancha” la vida.
Experta consultada: Lic. Cecilia Calós. Psicóloga, experta en mindfulness. @ceciliacalos.
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