La dramática historia de Julia Funai, la artista que a sus 79 años pinta los murales más grandes del mundo
Tras sufrir un pasado lleno de mandatos y represión, esta acuarelista encontró una vía de escape y sanación en la pintura. Su innovadora técnica la llevó a exponer en el Jardín Japonés, convirtiéndola en una reconocida figura de la cultura nipona.
18 de mayo de 2023
La artista Julia Funai, en una exposición en el Jardín Japonés. - Créditos: Getty
"Los murales son el corolario de veinte años con la pintura, veinte años de aventuras, de desafíos y emoción. Un sueño cumplido a los 78 años", dice Julia Funai como carta de presentación en su galería virtual, un sitio que refleja mucho más que su arte.
Esos murales a los que esta artista se refiere no son cualquier mural. Están pintados por partes (en diferentes lienzos que luego se unen cuidadosamente), bajo su propia técnica y son los más grandes que existen en el mundo. De hecho, algunos de ellos decoraron las paredes del Jardín Japonés.
Sin embargo, no es lo único que los destaca del resto. En ellos, cada pincelada, cada textura, cada plano retrata la historia de Julia, su lucha, su espíritu, sus sueños, esos que durante más de cuarenta años fueron postergados por los mandatos sociales, por los miedos, por obedecer las órdenes de un marido autoritario.
“Durante mi infancia, mi adolescencia y mi matrimonio hubo siempre un leitmotiv: la obediencia, los miedos y los mandatos. Yo soy del año ’43 y pertenezco a una generación donde había que tenerle mucho respeto al hombre de la casa, su palabra era sagrada”, cuenta esta mujer que conoció a su marido a los 15, se casó a los 19 y que durante 39 años se dedicó a servirlo, a cumplir estrictos horarios, a cerrar los ojos y acatar órdenes.
“El me llevaba 12 años. Era brillante, inteligente pero muy psicópata. Con altura me hacía creer que yo sólo servía para atenderlo. Obviamente tuve que dejar la carrera de psicología que había empezado en El Salvador. Pero bueno, por otro lado fue un período que me permitió dedicarme a mis hijos completamente. Los ayudaba con sus tareas, los llevaba a coro, estaba a disposición de todo lo que querían hacer”, recuerda esta luchadora que se resignó a “vivir la vida” a través de ellos.
A los 54 años, y tras la muerte de su marido, Julia descubrió su pasión por la pintura. - Créditos: Album personal: Julia Funai
Un modelo muy diferente al que vivió de chica en su casa, donde su padre era un instructor de danza y de Ikebana (una disciplina dedicada a los arreglos florales) y su madre, la que tenía la última palabra y salía a buscar el pan de cada día. “Tuve una mamá muy autoritaria y un papá muy bohemio. Para una madre que tenía que trabajar y mantener la casa, la bohemia de mi papá era muy humillante. Por eso cuando empecé a interesarme por la pintura, no le daba el valor que ahora tiene para mí, yo crecí con esa desvalorización del arte”, cuenta la acuarelista.
“Me anestesié durante 40 años de mi vida. Todo lo que hacía era obedecer, hacer las cosas lo mejor posible. Yo deje de soñar porque cuando uno deja de soñar no sufre, no se frustra. Ahora me doy cuenta que eso de no registrar lo que realmente me apasionaba fue una picardía mía para transitar todos esos años de la mejor manera”, confiesa quien hoy, a cuatro meses de cumplir los 80, se siente más empoderada y viva que nunca. “Yo en este momento soy el resultado de esa mamá autoritaria, con agallas, de armas tomar y también del papá bohemio que ama el arte”, agrega orgullosa.
Precisamente fue la pintura la que la ayudó a sanar, a superar esa vida tormentosa que se esfumó recién a sus 54 años con la muerte del padre de sus hijos. Fue la pintura la que le regaló la posibilidad de conocer una nueva vida, de sentirse libre, de elegir por primera vez lo que tenía ganas de hacer. De ser feliz, algo tan simple como eso.
Reinventarse a partir de la tragedia
Julia creó su propia técnica llamada "Acuarela Funai". - Créditos: Album personal: Julia Funai
Julia tenía 54 años cuando quedó viuda. Un cáncer de pulmón muy agresivo se llevó a su esposo a los 66 años, lo que la dejó sola y desprotegida. “Me quede sola, sola porque mis hijos ya eran grandes y vivían con sus parejas. Me acuerdo que no sabía ni firmar un documento ni ir al banco. Fue un aprendizaje de cero para mí”, recuerda esta mujer que, poco a poco, comenzó a conocerse, ver quién era, que quería, que le gustaba. “Básicamente tuve que aprender a ser libre, algo tan simple como eso”, cuenta.
Fue en ese deambular que aparecieron los lienzos y los pinceles en su horizonte e inmediatamente se transformaron en su “razón de vivir”. “Me aferré a la pintura y fue todo un desafío. Hice óleo, acrílico hasta que descubrí que la acuarela era lo que más me identificaba por su transparencia y su delicadeza. Sin embargo, no me alcanzaba. Así que la transformé usando otros materiales (sólo en un 10%) para darle otro realismo, otra terminación”, relata la creadora de “Acuarela Funai”; esa técnica propia que la llevó a exponer en las galerías más importantes de Nueva York y en el Jardín Japonés, donde forma parte del grupo honorable de pintura.
Lograr su propio estilo no sólo le permitió dejar un legado en el mundo artístico sino también romper del todo con aquel pasado que tanto la atormentó. “Hasta 2021 yo todavía llevaba el estigma de mi marido y firmaba mis obras con el apellido de casada. Tengo 400 obras firmadas así. A pesar de que había pasado mucho tiempo, le tenía mucho miedo a su espíritu”, revela quien ahora parece haber logrado liberarse de ese karma.
El Monte Fuji: un común denominador en sus pinturas
Las “Acuarelas Funai” llegaron después de 24 años de trabajo y se volvieron un sello característico de su arte. “Mi pintura tiene otros atributos que la acuarela tradicional no tiene. Tiene esfumados, planos, texturas y volumen porque nosotros hacemos lo que queremos con el agua y no al revés”, explica la artista que dicta talleres y seminarios con la intención de difundir su técnica.
Fue su segundo mural, precisamente el que muestra el Monte Fuji rodeado de cerezos, el primer trabajo que Julia se animó a firmar como Funai, su apellido de soltera. “El Monte Fuji me representa, es una constante en mi trabajo. De hecho, es el símbolo de mi logo. Cuando lo vi por primera vez desde el tren bala me impactó su majestuosidad. Por fuera, tan sereno y, por dentro, tan explosivo. Hace 300 años que no está en erupción. Lo veo tan parecido a mí: me contuve casi toda mi vida y ahora no me para nadie”, reflexiona.
Y es verdad. Ni la edad (está a punto de cumplir 80), ni el qué dirán, ni su físico significan una limitación para ella. “Siempre odié la gimnasia, pero desde hace cuatro meses estoy trabajando musculatura y articulaciones con un profesor porque me di cuenta que mi físico no acompañaba a mi mente”, advierte esta luchadora que encontró una forma de poder ilustrar esas paredes de gran tamaño sin cansarse.
“Ni bien quede viuda estaba haciendo un taller y el grupo con el que iba a clases ganó una licitación para hacer un mural en Mendoza. Yo tenía 56 años y los chicos me invitaron a viajar, querían que le ponga mi toque oriental. Pero yo me negué porque consideraba que no podía viajar con gente joven. Ya no estaba mi marido pero ahora era yo quien me estaba poniendo una limitación por los prejuicios, por el qué dirán”, reconoce.
La vida le dio revancha y en 2019 pudo cumplir su gran reto: pintar su primer mural. Sin embargo, ahora era su cuerpo quien la condicionaba. “Empecé a pintar una pared de un pasillo de mi casa pero el brazo no me respondía. Cuando se lo cuento a mi manager (que también era mi profe de canto), me dice: ‘¡pintalo en papel! Después lo ensamblás y lo montás sobre fibra fácil’. Y me cambió la cabeza”, recuerda quien desde entonces pinta por partes y después las une para lograr el resultado final.
“Es mucho trabajo porque cada hoja tiene que coincidir con la que va arriba y al costado. Pero con mis alumnos (que los amo) lo podemos hacer”, dijo sobre este tipo de trabajos que le lleva alrededor de un mes.
El valor de la libertad y los vínculos
Para Julia, la pintura fue una herramienta para sanar un pasado doloroso. - Créditos: Album personal: Julia Funai
A lo largo de la charla, Julia dividió su vida en tres partes. La primera resume su infancia, su adolescencia y su matrimonio, donde predomino el miedo y la represión. La segunda abarca su descubrimiento por la pintura y la posibilidad de ver la vida de otra forma, de aprender a reconocerse, de ser libre. Y la tercera, que comenzó a sus 75 años, la define como “de libertad absoluta”. “Ahora soy de armas tomar, no me voy a dejar avasallar por más nada ni nadie. Encontré el valor de la libertad, de los vínculos, de las relaciones”, dice.
El canto fue esa disciplina que le permitió terminar de liberarse de los prejuicios y estructuras. “Tenía obsesión por cantar, creo que fue porque estuve callada tantos años de mi vida que necesitaba expresarme. Pero como lo hago muy mal me daba vergüenza hasta tomar clases”, recuerda.
Después de una mala experiencia con una profesora hippie que la trató muy mal, Julia encontró a Rodrigo; una persona que cambio su vida para siempre. “Fue mi maestro de canto y después paso a ser mi representante y el cerebro creativo de mi escuela digital. El mismo que me impulsó a hacer los tres murales a mis 76 años”, advierte emocionada por haberlo cruzado en su camino.
De hecho, también fue el responsable de que Julia se dé el gusto de grabar dos tangos (“Nostalgia” y “Naranjo en Flor”) con la pista de un prestigioso guitarrista. “Fue un desastre lo mío pero mi di el gusto de entrar a un estudio de grabación y cumplir un sueño que llevaré por siempre en mi corazón. Hay que hacer todo en la vida”, advierte intentando dejar una enseñanza.
Para ella es tan importante animarse (más allá del resultado) que, en enero de este año, armó un grupo de gente que canta mal. “Es un éxito total, ya somos 25. Nos reunimos el tercer sábado de cada mes en un lugar maravilloso y la pasamos genial”, cuenta. Ella ama los encuentros sociales (de los que antes no podía participar) y valora cada vínculo que la vida le regala.
Pintar, exponer y vender sus obras, difundir su técnica a través de talleres y seminarios, compartir su historia y su experiencia en distintos podcasts se volvió parte de su rutina. Mientras su hija está orgullosa de la reinvención de su madre, a su hijo todavía le cuesta un poco más aceptar este cambio. “Ellos vivieron todas las etapas de mi vida. Mi hija como mujer tiene una sensibilidad distinta. En cambio, mi hijo todavía tiene esa cuota de machismo. Por ejemplo, cuando firmé el segundo mural como Funai él no lo fue a ver”, confiesa un tanto angustiada.
Respecto a qué diría su marido si la viera ahora, imagina: “Yo creo que le cumplí todo en vida. Los 10 años que fui una vez por semana al cementerio (tal como él me había hecho prometer), los 5 años que fui una vez por mes. Creo que si ahora me va bien es porque desde donde este me está dando el visto bueno. Creo que él también me puso en el camino a toda esta gente maravillosa con la que cuento (su equipo de trabajo, sus alumnos, sus amigos) como una forma de pedir perdón. Al menos quiero creer eso porque, en definitiva, él sabe que soy buena persona y que nunca lo iba a traicionar”.
A cuatro meses de empezar una nueva década, Julia tiene sus objetivos muy claros. “Armé la escuela digital para dejar algo porque no sé cuánto tiempo voy a estar. Es una forma de dejar un legado de mi técnica. Quiero seguir armando más seminarios, quiero transmitir mi pasión por la pintura y fomentar a aquellos que no se animan porque con un buen aprendizaje todos podemos lograrlo”, advierte.
A pesar del tormento, la sumisión y los miedos, todo valió la pena. Todo la llevó hasta su presente y la convirtió en la gran artista que es hoy. “Todos los tiempos, todos los momentos y todas las restricciones fueron por algo y ahora puedo ver el resultado. Los sueños se cumplen y, como yo ya decreté, soy atemporal. Puedo volver a nacer cada vez que me lo proponga”, concluye con una sonrisa.
Conocé más de su obra en: www.juliafunai.com