PUNTA ARENAS- Mucho se ha escrito sobre las penosas navegaciones de los canales y laberintos fueguinos. Nombres como Magallanes, Drake y Fitz Roy se entremezclan con amenazadores topónimos del calibre de bahía Desolada, Furias Weste, Ras Neptuno, isla Desolación.
También se han contado las delicias del crucero de placer por esos remotos mares. Las travesías semanales de la nave de pasajeros Terra Australis convocan, desde hace años, a viajeros de todo el mundo quienes coronan su visita a la Patagonia con una visión desde el agua de las últimas estribaciones montañosas de América.
El verde de los bosques vírgenes que se aferran a los barrancos de piedra hasta tocar las olas contrasta con el turquesa de los glaciares que se derraman en el mar. Playas de canto rodado y la espuma de un mar profundamente verde o azul también agregan color a una travesía con buen tiempo.
Lo que quizá nadie menciona cuando se le da difusión a estos viajes turísticos es la posibilidad de contar con la buena fortuna de tener mal tiempo en la travesía.
Lo que a primera impresión se siente como una perspectiva de fotos y filmaciones sin color, mareos y mojaduras heladas puede revertirse en un viaje de sensaciones.
Después de todo, la motivación principal que mueve a la gente a visitar la Patagonia y Tierra del Fuego es el aura de mitos y leyendas que envuelve esa esquina del mundo.
Pues bien, quien no se deje llevar por el viento furioso sintiéndose como un explorador, un corsario o un ballenero, habrá perdido la oportunidad -quizás única en su vida urbana- de sentir una pizca de las vivencias de los viejos marinos en esa Disneylandia geográfica del mundo real. Un rincón donde la violencia y el caos previo a la Creación encontraron un escondite y sobrevivieron.
Los canales y estrechos que recorre todas las semanas el Terra Australis son aguas tranquilas, cuando el viento no sopla. Partiendo los sábados desde la ciudad chilena de Punta Arenas, la capital del estrecho de Magallanes, esa cómoda motonave enfila hacia el Sur con un centenar de viajeros.
Rodeando cabos e islas y cuando ya parece caerse del mapa sudamericano para sumergirse en el océano Pacífico, tuerce hacia el Este para internarse en el laberinto fueguino del canal Beagle.
Esa transición entre el estrecho de Magallanes y el canal Beagle dura menos de una hora, pero es un evento que a todo el pasaje genera ansiedad. No es injustificado de ninguna manera: el canal Cockburn y el paso Brecknock son la bisagra del derrotero y se abren francos a las corrientes y vientos del Pacífico, que allí no hace honor a su nombre.
La nave juega en los toboganes de montañas de agua que se mueven con pasos de gigante desde el Oeste. Cuando el cruce se realiza en la penumbra del anochecer -las 22 o 23, en verano- y en medio de un temporal el espectáculo es inolvidable: ráfagas de nieve, islas grises que nacen de la bruma cuando ya están a pocos metros de distancia y rompientes lejanas donde no parece haber tierra, sino el borde de un mundo plano que más allá es abismo.
Presenciar esa situación desde el puente de mando -prerrogativas periodísticas- es un espectáculo aparte. La tensión del capitán, las indicaciones de rumbo del navegante al timonel -rítmicamente repetidas en voz alta por éste- y los intentos propios por sostenerse sin ir al piso como el libro de bitácora, las tazas de café y las butacas no pueden ser imitados por ningún entretenimiento, por más realidad virtual que se invente.
También los desembarcos diarios a tierra pueden tener su encanto con mal tiempo. Una caminata por el bosque fueguino bajo una nevada de verano es inolvidable, así como el viento helado en el rostro mientras el gomón nos devuelve al crucero donde espera una ducha caliente y una buena mesa.
Fotos: S. Zaguier
Sergio Zagier