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¿Cómo queremos que nos hablen?




“Sacate la parte de arriba, corpiño incluido, y entrá”, me dijo vehemente cuando abrió la puerta la ecografista. Ni me miró, lo dijo como cuando en algún trámite el que está detrás del mostrador te grita de mala gana: “El que sigue”. Yo me quedé unos segundos en la antesala del consultorio, dudando. ¿Y si me iba?, qué pasaba si yo ponía un límite a este pequeño maltrato cotidiano. Lo pensé. Y mi mente, eficiente: “Ya estás acá, madrugaste, tardaron un mes en darte este turno, ya está, apretá los dientes y entrá”. Lo hice, pero mi cuerpo no estaba muy de acuerdo, tensionado, a la defensiva, caminó hasta la camilla retobado. Me dejé hacer el examen en silencio, como si fuera cosa de todos los días, que te escaneen una teta. “¡Listo!, ahora te hacen la mamografía”, exclamó. Me paré y me fui, enojada. Compartí algo de esto en Instagram mientras esperaba el turno siguiente. “¡Simond!”, gritaron al rato desde el pasillo. Me acerqué esperando lo peor. Otra médica me abre la puerta, me mira, me dice amablemente: “Vas a poner ahí tu ropita, ¿sabés?, dejate la parte de abajo y entrá”. Tenía otro tono. Me aflojé. Y ahí me entregué al mamógrafo, mientras ella me explicaba: “Vení, flojito el brazo, dale, agarrá con la manito acá, no te muevas, bien tranquilita”. Debe haber usado 30 diminutivos en el lapso de dos minutos. Primero lo sentí como un bálsamo y después, como un tono que no me correspondía. Por supuesto, preferí el modo maestra jardinera que el despersonalizado y autoritario. Pero me quedé rara. “Soy una gata flora”, pensé. ¿No hay (piiip) que me venga bien? Pero descubrí que, de alguna manera, eran caras de la misma moneda: ambos tonos me disminuían. Al toque me empezaron a llegar mensajes por las redes: me compartían situaciones parecidas. Inmediatamente, un drama pavote se convirtió en anécdota, lo puse en contexto, y sentí pertenencia. Mientras, lo que me quedó dando vueltas es: ¿cómo quiero que me traten?, ¿cómo es la comunicación que merezco?, ¿de qué manera me llegan mejor?
Esas mismas preguntas y la fuerza de la comunidad son las que nos llevaron a crear Fábrica OHLALÁ! (ver pág. 52). Mi sueño era: ¿qué pasaría si pudiéramos construir entre todas una comunicación más empática para nosotras hoy?
Así que, desde hace poco más de un mes, pusimos en funcionamiento este espacio colectivo para identificar hacia dónde vamos, qué nos interesa, qué nos mueve, con qué soñamos. Más de 500 mujeres ya participaron de forma online y un grupo se acercó a nuestra redacción para cocrear junto con nuestro staff el nuevo espíritu de género y diálogo femenino. Por supuesto que esto recién empieza y queremos que todo el país sea parte, estamos encontrando el camino para llegar a cada una, para que ninguna se quede afuera de esta nueva charla femenina, más sincera y amorosa, más poderosa y solidaria. Hasta que cada una no sepa cómo quiere que le hablen, no habrá interlocutores válidos, no habrá un cambio real con nuestros pares –hombres y mujeres–, en nuestros medios de comunicación, la publicidad o el marketing. Somos nosotras las que tenemos que poner a la altura al otro, y no quedarnos esperando que el otro –al fin– cambie. Uno de los mensajes que me llegaron el otro día era de Laura, y decía: “Cuando me tratan para el culo, yo les doy más amor y quedan descolocados”. Ese día, no tuve esa fuerza, ni para poner límites ni para ser compasiva (andá a saber cómo tiene que estar ella para no poder conectarse), me apichoné. Sin embargo, supe que estaba por el camino correcto.

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