C AFAYATE, Salta-. Llueven las pulgas. Don Luis se las saca de a una, con los dedos cansados de tanta costumbre. "No dejan roncha -tranquiliza-, porque muerden nomás." Don Luis es muy flaco y cuando sonríe muestra un hueco de encías despobladas. Cuenta que las pulgas no lo molestan, que en medio del silencio de la quebrada calchaquí peor es estar solo.
Don Luis, sin embargo, es artesano y suele recibir visitas. Pocos kilómetros antes de llegar a Cafayate, El Anfiteatro es una de las paradas obligadas del turismo. El lugar es una fisura en la roca que dio lugar a una especie de coliseo involuntario. Allí, todos los años, varios grupos folklóricos aprovechan la acústica impecable para dar conciertos al aire libre.
Los sonidos rompen contra la piedra y suben como vapor. Arriba, un retazo celeste y deforme que asoma entre las cimas. En El Anfiteatro, hasta el cielo es un fragmento aislado. El silbido de un siku, la vibración de la voz, los ecos, todo está condenado a perderse en el sopor seco de la quebrada. Cuando cae la noche, don Luis vuelve a casa: una carpa olvidada en el corazón de la Garganta del Diablo. Jura que no se siente solo y que el verdadero problema es cuando la madrugada se ensaña brusca y helada. Entonces es inevitable: ahí extraña, aunque sea un poquito, las bondades de Cafayate.
En el pueblo, en cambio, las noches suelen ser más templadas. Alrededor de la plaza principal -el eje social de la zona-, la gente se sienta a esperar el sueño. Las voces se arrastran como un arrullo, y el chillido zumbón de una casa de videojuegos baila por lo bajo.
Abajo, mucho más abajo que cualquier ruido, está la voz de Martín. En plena vereda y a oscuras, teje como si el cansancio y la medianoche no lo hubieran alcanzado. Mueve los dedos con la rapidez de un mago y susurra las respuestas como si fueran secretos.
El secreto de Martín es uno solo: nunca trabaja hasta tan tarde, salvo cuando hay contingentes de turistas cenando a pocos metros. La fórmula es marketing del mejor: él sabe que la imagen del tejedor es pintoresca y vendible a cualquier hora. Lo sabe de memoria, y repite -como un disquito- que vive en Cafayate porque tiene linda flora, mejor fauna, es seguro y el suelo es prodigioso.
Las manualidades son uno de los fuertes de la zona. En torno de la plaza, doscientos artesanos se recuestan en la calma chicha de sus propios locales. Allí dentro hay de todo: desde una caja de chicles hasta vino patero, dulces caserísimos y pulseritas de metal dudoso.
La cadena de negocios se completa con bares y casas de videojuegos, que cierran el perímetro con su mejor eslabón: la catedral, una construcción amarilla -la única de cinco naves en el país- declarada monumento nacional.
La plaza principal es un ejemplo de la tan mentada olla popular. Allí dentro hay muestras de cada sector de Cafayate: recién salidos de misa; trasnochados que decidieron seguir con la fiesta al aire libre; madres que hacen sociales mientras los chicos corren; chicos que corren mientras las madres hacen sociales, y gente que necesita terminar de matar el tiempo muerto.
Las siestas son el mejor ejemplo de ese lapso que transcurre sin pasar nunca. Con el comienzo de la tarde, el pueblo languidece bajo un sol que se derrumba en baldes de miel espesa.
Cafayate -ubicado a 185 kilómetros de la ciudad de Salta- quiere decir, en quechua, tierra donde vive el sol . En este lugar, un microclima dentro del valle Calchaquí, la lluvia es casi una impertinencia: está estimado que el cielo está limpio trescientos cuarenta días al año.
Tal vez, ése sea el mejor bien turístico de la zona. No hay hoteles cinco estrellas ni terribles museos -sólo el Arqueológico y el del Vino- ni megadisco para menear pestañas y caderas. Hay, que no es poco, la tranquilidad franca y austera de las localidades del interior.
La belleza en ruinas
El pueblo es tan breve que se puede pincelar con sólo una mirada. El Divisadero, ubicado en el cerro San Isidro -a 1800 metros de altura y muy próximo al río Colorado-, permite abarcar Cafayate de un vistazo. Y aún más: ahí mismo se conservan yacimientos de pinturas rupestres.
Pero las ruinas vienen con sorpresa. En la época de la Conquista, varias tribus locales guardaban bajo tierra sus riquezas -artículos de oro y plata- para que no fueran saqueadas. Hoy, los salteños -entre ellos, el ex ministro de Trabajo Armando Caro Figueroa- viven con una ilusión pocas veces confesada: encontrar un tapado (tesoro enterrado) y salvarse para siempre. Hay que descubrirlo en silencio -si no, el hallazgo se transformaría en propiedad del Estado- y desaparecer.
El dinero que junta Ignacio apenas le sirve para alguna visita al quiosco. El chico es menudo como un duende, y vive al pie de la montaña. Cuando sale de clase -va a tercer grado-, lleva a pastar las cabras por el cerro. Y conoce los secretos de las rocas como si formaran parte del jardín trasero de su casa. Es por eso que, cada vez que llegan turistas y por unas pocas monedas, ofrece su tour por las ruinas precolombinas. Ignacio señala en silencio. En el monte, siempre está esa costumbre implícita de hablar sólo cuando es necesario. Y casi nunca es necesario. Ignacio, entonces, apunta a unas rocas con pinturas que los diaguitas hicieron hace ocho siglos.
Sin embargo, el trazo impecablemente blanco de las formas guarda demasiada nitidez. La pintura, hay que decirlo, es a la cal: algún lugareño, para atraer al turismo, remarcó los dibujos con calidad de photoshop. Debajo, no obstante, aún se pueden ver las formas originales. Oscuras y confusas, pero verdaderas.
El mismo truco es aplicado en las ruinas de Quilmes. El lugar, ubicado a 55 kilómetros de Cafayate, es un gran monte clavado al suelo por cactos de tamaño inmenso. Estas plantas esconden un secreto. Las grandes agrupaciones de cactos indican que existen sitios arqueológicos: estos vegetales guardan agua y proveen de madera.
Los indios quilmes los usaron en su beneficio hasta la época de la Conquista. Cuando los colonizadores empezaron a invadirlo todo, muchos treparon hasta el Alto del Rey -situado en la cima del monte- y prefirieron la muerte a la sumisión. Se tiraron.
La zona es un retazo de esa historia y de tantas otras. Es un trazo de ciudad geométrica y perfecta. Un boceto de pasillos y casas, calcinados por un sol que pica como una lluvia de agujas.
Las ruinas también fueron barridas por el tiempo. Es por eso que las pinturas abandonaron lentamente sus curvas nítidas y se transformaron en manojos de formas difusas.
Pero, una vez más, alguna mano quiso arreglar las piedras y ganarles a los siglos. Aun cuando el valor del paisaje está en sus arrugas y aun cuando los retoques resultan triviales y arbitrarios. Tan leves, y a veces tan injustos, como las cirugías estéticas.
Josefina Licitra
Vivir en los viñedos
S on como hormigas. Entre los viñedos y con un cesto de metal azul cargado al hombro, decenas de cuerpos corren contra reloj. Son como hormiguitas, los trabajadores golondrina. Y aprovechan la época de vendimia como si fuera un trapo al que hay que escurrir con buen músculo.
El 80 por ciento de la población de Cafayate vive del vino. En la localidad hay 94 viñedos, administrados por ocho bodegas. Entre febrero y abril, la vida local se transforma en una fuente de oro dulce: es tiempo de cosecha, y los obreros arrancan la vid como si fueran monedas de brillo azucarado.
Al vino no le gustan las máquinas -asegura un enólogo de Bodegas Etchart-. Al vino hay que caminarlo". Hay que caminarlo y rápido. Como el trabajo es a destajo, no se paga por jornada, sino por cesto recogido.
Arturo Aguirre sabe las reglas y corre como si buscara partir las horas en dos. En un canasto sobre su hombro, se aplastan 23 kilos de uva, que luego serán cambiados por una moneda de chapa, que a su vez volverá a ser canjeada al final del día. En esa oportunidad, el vuelto será en dinero: treinta centavos por cesto.
Arturo Aguirre sabe las reglas y corre como si buscara partir las horas en dos. En un canasto sobre su hombro, se aplastan 23 kilos de uva, que luego serán cambiados por una moneda de chapa, que a su vez volverá a ser canjeada al final del día. En esa oportunidad, el vuelto será en dinero: treinta centavos por cesto.
Pero Arturo no se queja demasiado. Habla y mientras habla trota porque el tiempo pasa. Habla y mientras trota cuenta que, con buena muñeca, es posible levantar 30 pesos diarios. Cien canastos. Dos mil trescientos kilos por día. Trota y mientras junta rezonga un poquito: las uvas chicas son las más difíciles, porque cuesta sacarles las hojas. Junta y mientras habla transpira el cansancio por todos los poros.
Arturo está solo. Pero en muchos casos, es común que ayude la familia entera: el hombre carga los cestos y la mujer y los chicos cortan los racimos.
El lugar, sin embargo, no es el típico ambiente familiar. La palabra está sellada por la urgencia, y el suelo es un lago de pies rápidos que se estrellan contra ramas y hojas secas. Un charco de silencio y piel macerada.
Hace calor y la uva hierve bajo el sol. Tiene gusto a vino tibio y a veces la carne asoma entre la piel rasgada. Es una pulpa acuosa y dulce, contenida en lágrimas gordas que se estiran en hileras rectas a lo largo de los viñedos.
Luego de su nacimiento y posterior cosecha, los racimos son llevados en tremendos camiones hasta la planta de procesamiento. Allí, los kilómetros de uva levantada (cinco millones por temporada, en el caso de las bodegas Etchart) caen hasta molerse y parir el jugo.
Un perfume dulce sube desde las máquinas, y ya es imposible caminar el vino. Abajo están los embudos, los filtros, los bulones. Aplastada contra la prensa, la uva es un globo pinchado y mustio. El final de una fiesta para pocos.
Tras las cepas
- Cómo llegar: un pasaje en avión cuesta un promedio de 300 pesos (ida y vuelta). Un ómnibus Salta/ Cafayate (por la ruta provincial 307) sale 9 pesos. Una vez allí, se pueden hacer circuitos turísticos en taxi. Uno que incluye río Colorado, pinturas rupestres y visita a una bodega sale 15 pesos. También vale la pena alquilar bicicletas en la plaza principal. Una hora en bici y karting está en 1,50.
Las bodegas Etchart ofrecen en forma gratuita visitas guiadas a la bodega, con degustación incluida. Si bien los viñedos no están abiertos al público, los interesados pueden gestionar un recorrido. Para llegar, desde Cafayate, hay que tomar la ruta 40, camino a Santa María.
- Qué comer: lo típico es el cabrito, las empanadas salteñas (con papa), la humita y los tamales. Hay menús a partir de los 4 pesos, pero una cena promedio ronda los 10. Cualquiera de estos platos regionales se pueden probar en El Rancho, un restaurante ubicado en V. Toscano y Güemes (frente a la plaza). Ahí también se suelen dar shows de música local. Para buenas empanadas salteñas, está La Farola, ubicada en San Martín 325.
Quienes deseen probar un buen vino pueden incursionar en los de las bodegas Etchart, una de las más prestigiosas del país.
- Dónde dormir: en Cafayate, el hotel Asturias es un 3 estrellas con baño privado, pileta, restaurante y playa de estacionamiento. En temporada alta, una persona paga 27 pesos (con desayuno). Esta tarifa se reduce a 20 en temporada baja. La dirección es avenida General Güemes 154. Reservas por el (0868) 21328. Fax: (0868) 21040.
Con facilidades similares está el hotel Gran Real (dos estrellas), donde la habitación doble cuesta 39 pesos en temporada baja, y 54 en alta. Está ubicado en General Güemes 128. Reservas por el (0868) 21231. Fax (0868) 21016.
Aquellos que deseen descansar a pocos metros de las ruinas de Quilmes, pueden hacerlo. El hotel Ruinas de Quilmes es una bellísima construcción que se integra perfectamente con el paisaje: tiene paredes de piedra, tapices, techo de caña y tronco. También tiene una pileta con vista a las ruinas. La habitación doble con desayuno cuesta 80 pesos. Reservas por el (0892) 21075.