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Número 14 - Mayo 2009

La mirada de Felicitas Rossi, Directora Editorial de OHLALÁ!, esta vez cae sobre los quejosos y su impacto; lee su columna y dejá tu opinión.




Una lectora me dijo que le encanta OHLALÁ! porque es una revista para mujeres que no se quejan. De todas las definiciones de producto que hicimos nunca había aparecido esto. Me dejó pensando y descubrí que tenía razón: la queja te hace chiquita. Te debilita. Te convierte en un ser indefenso. A la larga, la queja te deja sola. A nadie le gusta rodearse de gente quejosa.
No te deja actuar, justifica tus limitaciones, no tiene ningún beneficio y es contagiosa. Escuchamos a alguien quejándose y, por no pararlo, nos subimos a su queja. Empezó siendo un brote, se transformó en epidemia y ahora es realmente pandemia. Ocurre que los períodos de crisis son su mejor caldo de cultivo. Y parecería que no hay repelente que la mate.
La queja es muy peligrosa porque su consumo está aceptado socialmente. A nadie lo miran raro si se queja. Nadie va preso, ni debe pagar una multa. No importa si es una queja para consumo personal o para traficar. Está aceptada. Y son muchos los que andan por la vida con su mochilla llena de quejas.
Los que portan quejas para consumo personal suelen ser los más peligrosos. Víctimas de sí mismos y de su destino se lamentan todo el día, su voz es una letanía constante, están tan concentrados en todo lo que no pudieron tener o lograr que no son capaces de valorar (y mucho menos disfrutar) lo que tienen y lo que ya lograron. Siempre están pendientes de lo que falta. Su vida es una insatisfacción constante.
También están los traficantes de quejas. Van con las quejas de acá para allá. Todo les viene bien para que un lamento se les escape de la boca: el clima, la sensación térmica, la política, los niños menores, las calles, los hijos, los vecinos, los maestros, la tele… Critican todo y se quejan de todo. Te cuentan, incluso, las quejas de otro quejoso que vos ni siquiera conocés. No saben hablar si no es en formato queja.
Los quejosos necesitan tener un público. Decir "pobre" es equivalente a un aplauso. Cuanto más veces el público diga: "Pobre de vos, lo que te pasó", mejor se sentirá el quejoso.
¿Qué hacer entonces? Ya quedó en claro que las mujeres OHLALÁ! no nos quejamos. Vamos por más: no nos convirtamos en público de los quejosos. Nadie tiene derecho a venir y llenarnos de mala onda nuestro espacio, nuestra vida. No digo que no escuchemos a un amigo/a en problema, sino que le pongamos límites. Cambiemos el "libro de quejas a su disposición" por "libro de ideas a su disposición".
Los verdaderos cambios son sutiles, chiquitos, arrancan en voz baja y pueden convertirse en una revolución.
Revolucionemos entonces nuestro alrededor: cortemos los círculos viciosos de mala energía eliminando a la queja –y en mayor medida a los quejosos– de nuestra vida.
Vas a ver cómo tus días empiezan a cambiar.
Con el cariño de siempre,
Felicitas Rossi, Directora Editorial

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