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Proyecto Pampita




En la fórmula cuerpo, mente y espíritu, siempre había una dimensión que se me escapaba de la ecuación. Vengo de una casa de intelectuales progre, de esas donde todo se debate y se fomenta la libertad. En mi familia, la lectura era un mandato y nos criaban con poesías y cuentos, se nos perdían unicornios azules mientras mi papá tocaba la guitarra y mi mamá inventaba la crianza según su instinto. Ambos estudiaron Letras, y a los cuarenta y pico mi mamá comenzó su búsqueda espiritual, nos hacía visualizaciones, nos hablaba del poder de la mente y empezaba a meditar . Todo esto está en mis genes, pero lo que no se incentivó nunca fue el deporte. Aun así, de chica empecé atletismo, amaba la velocidad que podían darme mis piernas, pero cuando terminé el colegio dejé todo. Me anotaba por épocas al gimnasio –convengamos en que siempre fui flaca, pero de contextura "flancito"–, incluso en un momento terminé en esos gyms de mujeres que solo hacen un circuito de 20 minutos. Recién hace unos años volví a correr con un running team , me conecté de nuevo con esa libertad que te da avanzar venga lo que venga: aunque te quedes sin aire, aunque te duelan las piernas, aunque sientas que no das más. Venía de años de ser una meditadora vaga, que te hace una rutina de yoga bostezando y después se apoltrona en el sillón en posición de loto. Pero no sentía latir con fuerza mi corazón, en esa taquicardia que te hace saber que estás viva. En mi esquema mental, verte bien no era un valor, sino que tenía que ser inteligente y profunda. Así fue que, con 37 años, un día me vi al espejo y no me gusté. Y después de un parate, decidí invertir lo que gastaba en psicóloga en personal trainer. La decisión podría sonarles polémica, quizá valga aclarar que me analizo desde los 13 años, por si temen por mi salud mental. Empecé con Sari, una entrenadora amiga, tres veces por semana. Y decidí llamar a este desafío #ProyectoPampita.
Una parte mía argumentó que era frívolo, mientras la otra la convencía de que abrazar el cuerpo podía ser una nueva manera de amarme. Así fue: amanezco 6.30, me tomo mi batido de proteína, y durante una hora siento que me muero. ¡Ja...!, no estaría siendo muy inspirador este relato. Pero hay algo tan increíble al disolverte en el cansancio, incluso de sentir que no das más y aún así ponerte de pie. La única receta es la disciplina: ¿podés levantarte aunque te dé fiaca?, ¿aunque la mente te ponga mil excusas?, ¿aunque quieras cancelar la noche anterior? No sé bien cómo se hace, lo que sí aprendí es a simplemente levantarme. Y hacerlo, punto: no dudar. A pesar de que mi mente proteste y se oponga, descubrí cómo sacarle atención cuando me quiere boicotear. Quizá la fuerza de voluntad y la exigencia también estén en mis genes, pero creo que lo que me da la convicción es el objetivo final. Que no es tener el cuerpo de Pampita en el verano (o sí, ¡¿quién te dice?!), sino integrar la dimensión desconocida.
Hay algo tan poderoso en saber que puedo atravesar la incomodidad, cómo puedo dar más de mis límites impuestos. Veo cada clase cómo mi cuerpo se arma y se planta en el mundo distinto. "La fuerza emocional y la mental vienen de la mano de un cuerpo fuerte", dice mi querido mentor espiritual Akash Barwal. Y así me siento, porque, desde que descubrí que tengo músculos, la vida me parece más liviana y la ecuación da positiva.

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