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Sobre el fantasma de los prejuicios y la fragilidad del amor




Muchas de las cosas más hermosas del mundo son frágiles. Un bebé recién nacido, las flores, las mariposas, una copa de cristal. El amor.
Tengo aquel recuerdo mágico de hace ya varios años. Estaba con mi sobrino de tres y estábamos haciendo pompas de jabón. Él me miraba con fascinación mientras yo soplaba muy pero muy despacito. Entonces la pompa comenzaba a salir casi en cámara lenta, hermosa. Muy de a poco, crecía y crecía. Y una vez que estaba flotando en el aire, con esa cadencia y gracia, nos quedábamos los dos juntos mirando y admirando, hipnotizados por aquella belleza, por todos esos colores del arcoiris reflejados en esa finísima circunferencia transparente. Nuestro desafío era generar suaves correntadas de viento sin que se desintegre en el aire, y que la pompa "suba hasta el cielo hasta alcanzar a los aviones y que se vaya con ellos de viaje por el mundo entero".
En varias ocasiones logramos que esa maravillosa creación se pierda de nuestra vista entre las nubes, sin verla explorar. Según nuestra visión de los acontecimientos, esas burbujas de agua y jabón, duraron por siempre. El secreto para que resistan, estaba en cuidarlas y tratarlas con suavidad. Una sensación y una experiencia hermosa.
Tan frágiles, tan bellas como el amor.
Según las estadísticas, no era muy prometedor encaminarnos en el proyecto de crear pompas de jabón que resistan lo suficiente para perderse en el cielo. Pero si nos hubiésemos quedado en los prejuicios y las experiencias pasadas, nos habríamos perdido de esos instantes maravillosos, de esas risas compartidas y de esa gran lección: aquellas que fueron tratadas con amor, resistieron a sus primeros instantes de vida y lograron emprender su camino de aventuras y emociones.
Para leer lo que sigue, les dejo esta hermosísima canción:
Así me sentí en todos estos días. Con la sensación de que con la hermosa persona con la cual estoy emprendiendo un camino de amor, logramos resistir a los primeros instantes y pudimos salir a volar y explorar nuevos mundos, con un fluir suave y seguro. Pero, de pronto, este fin de semana apareció una montaña invadida de emociones peligrosas. Una gran roca que surgió en pleno vuelo; una que apareció justo cuando los sentimientos se estaban volviendo cada vez más reales, intensos y profundos.
Esa montaña está en una isla maldita, una llena de fantasmas, prejuicios, pasados indeseables, sensaciones que uno teme volver a repetir. Y así, con una simple palabra mal ubicada, una mirada nueva y un gesto que apareció como un deja vu, nuestro vuelo idílico cesó y tomamos una muy mala decisión: dar un paseo por esta montaña densa ubicada en aquella isla maldita. Y, ¿para qué? Para develar prejuicios, miedos a repetir, a lastimar y ser lastimados. Tan solo así, en un segundo, los dos nos encontramos parados en esa tierra de discordia.
Eternal resplandor de una mente sin recuerdo

Eternal resplandor de una mente sin recuerdo

Allí, desenvainamos nuestras espadas y nos pusimos a pelear contra los fantasmas. Pero había un problema, los fantasmas eran las réplicas de lo que nosotros creíamos o temíamos del otro. Nos pusimos a luchar con un otro que no era realmente el otro. Me puse en contra de lo que yo creía que él podía hacer o sentir. Me dejé invadir por mis propios miedos y dejé de mirarlo y sentirlo. Los dos hicimos futurología partiendo de una base equivocada. Así de humanos y tontos somos.
“Me duele que pienses que sería capaz de algo así”, me dijo él ante una catarata mía de miedos y prejuicios infundados. “Me lastima que tengas esa imagen de mí sobre mi pasado”, le dije yo ante los suyos. De pronto, sin darnos cuenta, los dos estábamos en una espiral descendente, hundiéndonos en la isla maldita y jugando en el peligro de la oscuridad. Dejamos de vernos de verdad y empezamos a mirarnos según nuestros propios prejuicios. “No soy esa persona”, pensé con impotencia, “está mirándome como él cree que fui y podría ser, pero no como realmente soy.” Y yo hice lo mismo. De pronto, tuve la impresión clara de que luchar contra esos fantasmas, implicaba un gasto de energía inmenso, un desgaste que nos estaba llevando por un camino peligroso y que, sin dudas, se trataba de una lucha perdida.

Sí, le dimos paso a los prejuicios y dejamos de ser bellas pompas de jabón en pleno vuelo. En el preciso instante en que dejamos de mirarnos y tratarnos con suavidad, las burbujas se evaporaron y caímos en la peligrosa trampa de nuestros miedos. Miedo a nosotros mismos, por sobre todo.
Y así, sumida en una necesidad imperiosa de salir de la trampa, agarré el libro que estoy leyendo y repasé el comienzo de un capítulo que leí esta semana:
“El problema es que mi cabeza no está nunca despejada. Mi cerebro es una casa de campo para demonios. Vienen a menudo y cada vez son más numerosos. Se preparan aperitivos con el licor de mis angustias. Se sirven de mi estrés porque saben que lo necesito para avanzar. Todo depende de la dosis. Demasiado estrés y mi cuerpo explota. Demasiado poco, y me paralizo. Pero el demonio más violento soy yo mismo.” Mathías Malzieu
Hace unos días, cuando leí esta frase, me sentí tan alejada de ese licor de angustia. Alguna vez y no hace tanto, esta descripción de las emociones me hubiera interpelado en forma directa. Yo era esa cabeza llena de demonios invitados. Y yo era mi peor enemiga.
Pero ya no. Y la leí para reconfirmarlo. La leí para volver a la certeza de que ya no me voy a dejar vencer por mis miedos. No voy a dejar que los demonios me tomen el cuerpo y hablen por mí. Esas criaturas no son yo. Esos seres no me controlan.
“Vi lo frágil que puede ser esto. Vi un frío que no esperaba”, me puso él hace apenas unas horas, “no nos hagamos esto.”
“Corramos a los fantasmas, sino es autoboicot y no quiero eso”, le puse. “Ni yo”, contestó.

Y así, en un renacer, comenzamos a soplar de nuevo para darle forma una vez más a nuestro mundo compartido. Sí, es cierto que es frágil, pero sólo es de agua y jabón si creemos que es de agua y jabón. Sólo es frágil si dejamos que lo sea.
Si nos tratamos con suavidad, paciencia y amor pero, por sobre todo, si tenemos ganas, esa parada en la isla de los prejuicios tal vez no haya sido más que eso: un freno para desprendernos del peso de nuestros fantasmas y poder así reanudar un mejor vuelo.
Él y yo. Liviano. Sin la compañía de los demonios y los prejuicios.
Ustedes, ¿tuvieron experiencias parecidas en las cuales en un segundo el mundo idílico explotó sin sentido? ¿Pudieron reanudar el vuelo fortalecidos?

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