VICTORIA, Entre Ríos.- El cielo brumoso del alba en Victoria, Entre Ríos, hace de la zona campestre una más. Sólo se distinguen sus siete colinas elevadas a orillas del Paraná a las que invariablemente los primeros italianos asociaron a su entonces lejana Roma. Allí se distinguen las colinas. Y la abadía del Niño Dios.
A 365 kilómetros de la Capital Federal, justo donde empalma la ruta 11, rompiendo un orden establecido que va mas allá de la rutina del tambo y la siembra, la voz de 35 monjes madruga para unirse como un mantra.
Afuera, las 80 familias que viven pendientes de la actividad de los benedictinos y algunos visitantes siguen sumergidos en su somnolencia. Acaso prefieran creer que la melodía que irrumpe entre el viento y el rocío es una oda de bienvenida de la mañana. Al fin de cuentas, ellos como los 30.000 victorienses están tranquilos. Saben que con su canto los hombres de sotana y capucha están usando sus alabanzas para acercarlos más al cielo.
Tal como San Benito en el siglo VI, cuando se sumergió en una cueva para profesar un modo diferente de vivir la fe, la primera orden de América latina inaugurada en 1899 por vascos franceses recibe a quienes quieran acceder a un descanso distinto, sin distinción de credos.
Por cierto, el halo de misterio que rodea las tres hectáreas del viejo edificio no desentona con los mitos que desde hace rato caracterizan a la ciudad. La zona se hizo famosa por los relatos sobre extraños objetos celestes. Es más, entre los ocasionales visitantes religiosos y viajeros, la lista incluye a personal de la NASA que también se dio un respiro dentro del edificio con la esperanza de irse con la información requerida.
"Los únicos platos que acá vuelan son los de algún matrimonio cuando se enoja", dice el hermano Fermín, minimizando cualquier especulación. Las canas tanto como sus chistes lo convirtieron en experto en relaciones públicas sumados a sus 56 años de servicio. Fermín, asegura, tuvo el orgullo de celebrar los 75 años de la abadía y espera como el flamante abad hermano Carli Oberti -de 35 años recién electo democráticamente por la orden- repetir el festejo en agosto de 1999. Claro que el viejo y sólido edificio levantado sin cimientos y con un techo de agua sufrió modificaciones. "El sistema del techo permitía tener la temperatura ideal todo el año", informa Fermín- "pero tuvimos que modificarlo".
Respeto y tortas negras
"Evite hablar con los monjes y conserve el silencio de la casa", aconseja un cartel antes de ingresar en la hostería, justo al lado de la nueva iglesia. La advertencia parece ridícula, los dueños de casa viven en el edificio contiguo manteniendo una prudente distancia y el ruido resulta casi un obstáculo para explorar mejor el lugar.
El clima se distiende en la semana cuando los estudiantes del profesorado de filosofía y teología retoman sus tareas. Si el estudio lo permite los jóvenes aprovechan la ocasión para consultar una imponente biblioteca.
También ellos y más los turistas no escapan a la tentación de las tortitas negras que elabora la panadería cercana al monasterio. La concesionaria prepara hasta 10 bolsas de 300 kilos de pan para distribuir en la ciudad. A menos de 50 metros se encuentra el laboratorio de los monjes, donde guardan sus productos mas preciados. Con 1500 cajones de abejas, hasta instalaron su nombre, Monacal, en el mercado. Jalea real, miel, propóleos y un licor elaborado a base de hierbas medicinales convierten a los monjes casi en expertos en terapias alternativas.
Al lado del laboratorio, supervisado por el hermano Jorge, una huerta es cuidada por algunos de los 48 obreros que trabajan para la abadía. Ellos y alumnos de ciencias agrarias se dividen las tareas del campo. Allí y en las 400 hectáreas ubicadas al Sudoeste se estimula el desarrollo manual, como le gusta calificar Fermín a una de las premisas de los monjes para distinguirlas de la cultural y espiritual. A algunos les toca seguir la elaboración de otros productos como yogur, quesos, manteca, dulce de leche.
El jardín que se extiende por todo el monasterio es prioridad de uno de los hermanos mas veteranos. Araucarias, aromos y palos borrachos sobresalen entre el sanador aloe vera. También la estrella federal. La flor que los cristianos en Italia suelen regalar para Navidad alcanza para disimular el gris de los viejos murales del edificio. El trabajo no tiene horario fijo, aunque con buen tiempo se realiza después de la siesta. Justo media hora má s tarde de que el monje más joven de la orden abandone su partido de paleta en la única cancha de la zona. Si no cruza la ruta a prenderse en algún picadito con los obreros o vecinos.
Un Cristo se eleva entre pinos y cipreses señalando el cementerio. La foto de un monje sonriente o dos ramitos de alegría del hogar prolijamente depositados en una de las 30 tumbas repite el mismo homenaje que daría cualquier familiar al ser querido. También descansan los restos de Emilio Pitaluga, el único que sin pertenecer a la orden yace como un pariente más. "Aquí se le dio refugio entre el 55 y el 71. Su alma y su arte se quedó con nosotros", informa Fermín. Tanto en la cripta como en el museo de la ciudad, los mosaicos del representante argentino del arte sacro en el Vaticano conserva el encanto que el artista soñó.
Cantos gregorianos
La cripta fue desde 1928 el lugar preferido de los monjes para desarrollar sus canciones y ceremonias. Hoy ocasionalmente los visitantes disfrutan de su acústica, lo que vuelve a los monjes locales en émulos de sus pares gregorianos. "Aquel fenómeno comercial no nos llamó la atención", asegura después del almuerzo el hermano Ariel, un victoriense de 29 años que dejó a su novia y la computación hace diez para sumarse a sus hermanos. Su hogar cuenta con algunas terminales y hasta no descarta que instalen Internet en un futuro no lejano. Sin embargo, hoy prefiere abocarse a la teología, profundizar los ensayos de coro y atender la cocina cuando llegan las visitas.
De todos modos, es en la iglesia recién pintada donde se desarrollan todas las ceremonias religiosas. El edificio dista bastante del antiguo, tanto por su iluminación, sus pinturas y un imponente vitreau destacado en lo mas alto del templo. Salas con dos sillas enfrentadas reemplazan al clásico confesionario, lo que parece distinguir a los monjes de la tradición católica, en este sentido, casi adaptándose a los nuevos tiempos. Los últimos bancos, en cambio, son completados por las típicas sillas de bar. "El presupuesto no alcanza para todo", aceptan.
Un rato más tarde, apenas el tan pícaro como sabio monje aclarará: "Nosotros no somos presos ni somos momias". Después se excusará y pedirá permiso mientras propondrá a los visitantes regresar a la hostería. "Son las nueve y tenemos la oración de la noche, no olvide que a las cinco estamos levantados, que no es lo mismo que despiertos", concluye.
Adrián Javier De Paulo
Hay secretos embotellados
El hermano Jorge (foto derecha) y el hermano Fermín (foto arriba, en la biblioteca), atesoran algunos misterios e historias secretas en la abadía
VICTORIA.- El hermano Jorge guarda el secreto mas preciado.
El hermano Jorge decidió hacerse monje de clausura antes de conocer los placeres de la adolescencia. Con 9 años aprovechaba para escaparse de la escuela de curas "para jugar a la pelota", según recuerda. Apenas unos años mas tarde confirmó su elección de vivir en la abadía. Hoy, con 76 años, se reconoce un experto en carpintería, pero a él se lo conoce por guardar celosamente la fórmula del licor monacal.
"Me llevó 12 años prepararla, hoy es el segundo licor en el mundo hecho a base de hierbas medicinales. Su secreto es la justa proporción de las 70 plantas", explica dentro del sombrío laboratorio.
Poco importa la oscuridad del lugar colmado de damajuanas y pipetas. Lejos de la humedad exterior, el olor a ceibo, enebro y roble resume la pureza. Quién sabe si es su secreto o la picardía de hace 60 años, pero cualquiera sea la respuesta, don Jorge conserva desde su sonrisa la misma ingenuidad que lo llevó a elegir tan prematuramente su vocación.
Luego de mostrar las 70 damajuanas y un rústico aparato que "envasa hasta mil botellas en sólo dos horas", informa que en 1996 batieron récords de venta con 30 .000 botellas vendidas. Luego del dato, Jorge propone un brindis. La música que nace de la botella al servir la copa confirma la mano benedictina que lo preparó.
Fuera de récords de venta, las paredes del laboratorio recrean en un collage fotográfico la historia de la abadía. "Yo soy éste, tengo 22 años, creo", dice entusiasmado casi como el muchacho que ríe en la foto.
La posición de los 40 monjes que lo secundan es comparable con las típicas fotos de universidades como Oxford o Cambridge. La enumeración de compañeros ya desaparecidos o ex directores del monasterio no despierta melancolía en el anfitrión. Tampoco recelos. "Nunca pensé en ser abad, mi único interés es vaciarme al máximo, desprenderme de lo material, del egoísmo, para llenarme de Dios". Acaso tamaño propósito y metáfora fue suficiente para elaborar el secreto mas preciado del monasterio.
Llegar a la abadía insume cinco horas de viaje desde Buenos Aires y para quienes deseen madrugar se recomienda respetar los horarios de la casa. El costo es económico e incluye las cuatro comidas diarias, con platos vegetarianos si se desea y se recomienda llevar toallas y sabanas por las limitaciones de la hostería. Creyentes o no pueden participar de las atípicas ceremonias religiosas que empiezan a las 5 de la mañana y concluyen a las 21.
Uno de los hermanos de la orden-habitualmente Fermín- se encarga de las visitas guiadas. También se puede aprovechar el viaje para descubrir los encantos de Victoria. A pie desde la abadía se llega al cerro La Matanza, el monumento que recuerda el día que se asesinó a los últimos indios de la zona.
El puerto, un museo histórico que exhibe los objetos mas queridos de los vecinos, y el barrio del quinto cuartel, más una preciosista variedad de rejas en las casas más antiguas constituyen el principal encanto de otro pueblo más que se niega a renunciar a su historia.
Fotos: Adrián De Paulo
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