
Vivir lejos: un camino hacia nuestra esencia
8 de diciembre de 2015 • 08:18


Juan,
Hoy, antes que nada, quiero empezar compartiendo la canción que me gustaría que escuches mientras lees.
Quizás te lo imagines. Amo el rock alternativo y los Stone Temple Pilots están entre mis bandas favoritas del género. Scott Weiland, su ex líder carismático, murió el viernes. Tenía tan sólo 48 años. Como muchos artistas, luchaba con sus mil demonios. Por fortuna, supo transformar sus emociones intensas en melodías maravillosas. Con una voz privilegiada, logró no anclarse en el egoísmo de sus propias penas, para convertirlas en un compartir y regalar excelentes momentos al mundo amante de la música contemporánea.
Murió durmiendo. Lo imagino en paz. Doy gracias a él y a todos los músicos que forman parte nuestra banda de sonido de la vida. Acá el tema:
Me llegaron mucho todas las sensaciones, reflexiones y emociones que compartiste en tu último post. Escribiste sobre las relaciones que se terminan, algo que es siempre doloroso y difícil de transmitir. En un momento pusiste que cada uno reacciona como puede y que quizás el problema es que nos gustaría que el otro lo haga como lo hace uno, para que entienda mejor nuestra pena. Pero resulta que es otro, y el hecho de que lo transite distinto, no significa más que eso. Me sirvieron mucho tus palabras.
Esta semana que pasó fue intensa.
No sé si alguna vez lo conté: de mis amigas del secundario, sigo teniendo contacto con las que ya no viven en Buenos Aires. Es decir, las veo muy poco. Tengo una gran amiga que está en Chile, otra en Suiza, otra en Austria y otra en Córdoba. La semana pasada me reencontré con dos de ellas: Dru de Suiza y Iova la de Córdoba (apodos, claro). A Dru la había visto hace un año, en un viaje de urgencia que tuvo que hacer. A Iova hace cuatro años que no la veía.
Fue un encuentro marcado por lo emocional y por muchos interrogantes: ¿Por qué viajamos? O más bien, ¿para qué nos vamos a vivir a otro lado? ¿Qué es lo que más cuesta de estar lejos? Aclaro que Iova vivió en la Suiza francesa (Dru en la alemana) durante muchos años, antes de volver a Córdoba.
No voy a adentrarme hoy en todas las preguntas y conclusiones, porque se haría largo. En estas líneas me voy a focalizar en lo que surgió de la charla del por y para qué viajamos.

Las razones evidentes siempre se supieron: vivir en otras culturas te enriquece, te abre la cabeza; en tal o cual lugar puedo desarrollar mejor mis capacidades y me pagan bien; voy atrás de un amor; hay que sacarle el jugo a la vida.
Las razones profundas son las que emergieron en nuestra charla: muchas veces el motivo del viaje es el gran escape.
¿El escape? Sí, o quizás más bien la salida. O la puerta de entrada hacia una posibilidad de cambio. Cambio interno. Ahí, coincidimos.
En mi caso, no veía la hora de ser lo suficientemente grande para viajar, salir. A los quince tuve la oportunidad de hacer un intercambio estudiantil. Mi primera experiencia en eso de vivir en otro lado. Contaba los días como los presos para irme. Cuando llegó el momento de regresar, le lloraba al teléfono a mi mamá diciendo que no quería volver. Ella, te imaginarás, estaba tan triste. ¿Cómo puede ser que mi hija no quiera estar con su familia?
No eran ellos. Siempre amé a mi familia y sin dudas – en el fondo jeje – los extrañaba. ¿De qué escapaba entonces? Con el viaje encontré la salida de ese ser extremadamente tímido que solía ser. No me escapaba de los demás. Me escapaba de mí. O más bien, quería dejar atrás esa persona retraída y solitaria, para renacer en una chica más segura de sí.
Cuando te vas a vivir a otro lado, todo es nuevo y nadie te conoce. No hay prejuicios, no hay sistemas conocidos impuestos, no hay presiones, no te subestiman, no estás preso del ser que crees ser y que los que te conocen creen que sos.
A mí esa primera experiencia de vida en otro país me cambió en 180 grados. No es que dejé de amar la soledad, o abandoné totalmente mi timidez. Simplemente tuve la oportunidad de poner en juego otras partes de mi esencia que se encontraban estancadas en los hábitos de lo conocido.

No voy a ahondar en los motivos por los cuáles mis amigas buscaron su puerta de salida. Lo que sí te voy a decir es que al escucharlas, recordé conversaciones con otras personas que se fueron lejos desde muy jóvenes: familias estrictas, padres absorbentes, mandatos familiares, ahogo por no poder expresar la verdadera esencia, la verdadera sexualidad o los verdaderos sueños de carrera profesional.
En nuestra charla, coincidimos que fue influyente el hecho de ser jóvenes a la hora del desprendimiento. A esa edad somos más impulsivos, no tenemos miedos excesivos, no hay responsabilidades extremas. No nos vemos atrapados por la propia vorágine de la adultez. Entonces, disparamos antes de que se apague esa mecha, esa necesidad de descubrir lo que uno realmente piensa, quiere y siente, más allá de cualquier mandato.
Creo que hay que alentar a la juventud cuando quiere probar nuevos caminos. Considero que sirve para autodescubrirse como individuo y apartarse del sujeto social. Después, con los años, uno abraza a quién uno realmente es y también abraza de forma sincera los aspectos de los hábitos inculcados por las tradiciones familiares; tomamos aquellos a los cuales adherimos honestamente y aceptamos los que no nos identifican.
"¿Me imaginabas así como me ves hoy, en el lugar de mi vida en el cuál estoy hoy?", fue una de las preguntas de la noche.
"Sí, cuando a tus veinte –con mil trabas- te armaste de coraje y pateaste el tablero, imaginé este futuro, uno auténtico."

Me despido diciendo que si nuestro documento ya no marca pocos años, igual nunca es tarde para desprenderse de las imposiciones, de la inercia de nuestras acciones, de los lugares que no nos hacen felices. Puede que cueste un poco más y que tengamos más miedos, pero siempre estamos a tiempo de dar un gran volantazo en la vida.
Nuestra época es hoy.
Beso,
Cari
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