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Número 32 - noviembre 2010




Había estado todo el día participando de unas meditaciones guiadas en Chichén Itzá, México. El termómetro pasaba los 40° y no me había puesto ni una gota de protector. Para las seis de la tarde, la piel me ardía y mucho.
Me pregunté varias veces por qué corno en lugar de estar disfrutando del Mar Caribe estaba sentada al pie de la pirámide Kukulcán desde las 10 am –y en ayunas–, mientras hordas de turistas nos miraban como bichos raros. “Ok, quisiste estar acá –me decía a mí misma–; nadie te obligó, no importa que haga calor, no importa que falten horas de trabajo al sol.”
Cuando todo terminó, el grupo partió caminando hacia el hotel. Yo no podía caminar ni pensar en otra cosa que no fuese comida. Me subí a un taxi y le dije “voy al centro”. El taxista se dio vuelta, me miró y me dijo: “Estamos en el centro”. “No, no… al centro, adonde seguramente hay una plaza, una iglesia, una comisaría y varios restaurancitos alrededor.” “Eso no hay”, contestó.
“Necesito comer, lléveme adonde sea, elija usted.” Y puso su Chevrolet en marcha mientras me contaba entusiasmado que me llevaba a lo de Eli, una casa de familia devenida en restaurante. “Usted tiene que conocer al marido de Eli”, sentenció cuando me bajé.
El marido de Eli resultó ser el mozo de ese lugar. Cuando terminé mis quesadillas se acercó y me preguntó quién era. Me surgió decir: “Yo soy yo”. Y a continuación aseveró: “Usted mañana tiene que ir a Yaxunah”. El lugar, según me explicó, era sagrado, había sido descubierto hacía pocos años y todavía no se encontraba abierto al turismo. Era la conexión entre Chichén Itzá y Cobá y estaba reservado para los nativos. Vivían cerca de ochocientas personas. No estaba seguro de que me dejasen ingresar, porque yo era blanca y ahí sólo entraban los locales.
Al día siguiente, cuando me desperté, el marido de Eli me había mandando un taxi al hotel para recogerme. El chofer era un maya auténtico y con él me garantizaba, al menos, un traductor de la lengua maya-yucateca al castellano. Hicimos 45 minutos de camino de tierra en medio de la selva. Mi celular ya no tenía señal. “Si me matan acá, nadie se entera.” Me alegré de haber hablado antes con mis hijas.
Llegamos, el taxista me sugirió que no hablase. “La van a mirar para ver si puede pasar, porque es mujer blanca.” Efectivamente, se me acercaron varias “mayitas” a la ventanilla del
auto, todas con sus huipiles blancos con flores bordadas en colores llamativos. Una de ellas me miraba fijo a los ojos mientras le hacía preguntas al taxista. Nunca sabré qué se dijeron, hablaban en maya y el taxista aseguró que “no me correspondía saber”.
Lo que siguió fue el descubrimiento de una antigua ciudad maya, totalmente virgen, con pirámides, miradores, estelas y templos. Pero lo mejor llegó al final. Me dejaron entrar en un cenote prohibido al público. Para ello tuve que volver a pasar la prueba de “mujer blanca queriendo entrar”. Esta vez el que me miró fijo a los ojos era el “cuidador de las llaves del cenote”.
En efecto, él tenía las llaves que abrían una gran puerta de hierro. Me encontré allí en un silencio absoluto, con ese agujero en la tierra, a modo de estanque, lleno de agua subterránea y a cielo abierto. Para llegar al agua había, mínimo, diez metros. Los primeros los hice con la ayuda de una escalerita rudimentaria, pero llegó un momento en que me tiraba o volvía a subir. Me dio miedo. Calculé a ojito y faltarían unos siete metros. Me parecía mucho. Ni loca, pensé.
Cuando me di vuelta para regresar, el cuidador me dijo: “A veces no hay que pensar. Tírese ya”. Lo miré asustada y con tono angelical insistió: “¿Qué está esperando para confiar en usted misma?”.
Salté. Me dolió el impacto de mi cuerpo con el agua, me fui muy abajo, abrí los ojos, todo era azul y paz. Una paz que jamás experimenté en mi vida. Cuando salí a flote, le grité al cuidador un “gracias” desde el fondo de mi alma. Y él me contestó: “Es que a veces prepararnos lleva demasiado. Y no hay tanto tiempo”.
Cariños,
Felicitas

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