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Ecología emocional. Cómo vivir sustentablemente con lo que sentimos y no contaminar el entorno




Las emociones son respuestas psicofísicas a todo lo que nos ocurre (tanto a los sucesos del mundo externo como a los estímulos internos, como los recuerdos y pensamientos). Nos informan acerca de lo que nos importa, median en nuestros vínculos con los otros y con nosotras mismas, motorizan nuestras acciones y son expresiones de pura vitalidad. Por su naturaleza, son intensas y efímeras –duran, en promedio, unos 90 segundos– y luego drenan o se transforman en otras emociones.
Pero cuántas veces sucede que una emoción nos "toma", se instala cómodamente y hasta puede convertirse en un mood que empezamos a contagiar a los demás. Si es una emoción positiva, buenísimo, porque expandimos lo bueno y somos agentes de cambio. Pero... ¿qué pasa cuando las emociones son las que nos tiran para abajo y nos enroscan? Con nuestro mundo interno pasa algo parecido a lo que buscamos cuando queremos ser más ecológicas: no hay emociones buenas o malas, sino que el objetivo es encontrar el tan ansiado equilibrio para no contaminarnos ni contaminar.

Emociones aflictivas

Hoy sabemos que todas las emociones tienen su propia inteligencia. De no ser por emociones básicas como el miedo, el enojo y la tristeza, no podríamos valorar lo propio ni defenderlo y peligraría nuestra subsistencia. Veamos, entonces, qué nos proponen estas tres emociones primarias, de naturaleza aflictiva, y cómo conviene vincularnos con ellas.
  • El miedo. En La sabiduría de las emociones, el psicoterapeuta Norberto Levy señala que, si sentimos que determinado desafío está a la altura de nuestras posibilidades, el miedo no se hace presente. Queda claro, entonces, que el miedo no es lo opuesto de la valentía; más bien, es su precondición. Cada vez que enfrentamos algo, con miedo y todo, estamos siendo valientes.
Con su fisiología inconfundible (el corazón que se acelera, las palmas que sudan, la revolución en el estómago), el miedo nos obliga a prestar a atención: algo está pasando. En otras palabras, nos ayuda a enfocarnos en el problema. ¿Cuáles son los regalos del miedo, entonces? El foco, la atención y el vigor para enfrentar las dificultades. Pero una cosa es el miedo que aparece, despierta sensaciones y conductas y drena cuando el estímulo pasó y otra cosa es el miedo que se queda a vivir y se interpone entre nosotras y el disfrute. En este caso, lo que nos toma de rehén es casi siempre alguna de las formas del miedo: la ansiedad, los nervios, la preocupación crónica. Con estos estados podemos trabajar (ya veremos cómo).
  • El enojo. Es una emoción protectora, que nos plantea dos preguntas clave: ¿qué debe ser protegido?, ¿qué debe ser reparado? Según la autora Karla McLaren, en su libro El lenguaje de las emociones, el enojo es como un centinela que recorre los perímetros de nuestra alma y observa dónde una frontera fue violentada. Si la encuentra, se activa para restaurar su integridad. Los regalos del enojo son: el honor, la protección de una misma y los demás, el desapego sano. Cuando el enojo fluye libremente, poniendo límites necesarios en el momento justo, desde afuera ni siquiera se ve como enojo. Podríamos llamar a este tipo de enojo "enojo limpio". El "enojo sucio", por otro lado, es el que no busca tanto reparar las propias fronteras, sino avasallar las del otro (para vengar la ofensa). El centinela no puede ser un pusilánime que deje pasar cualquier afrenta, pero tampoco puede derribar fronteras ajenas, como un matón.
¿La diferencia entre enojo limpio y enojo sucio? El primero reconoce el dolor que lo causó y se anima a expresarlo; en el segundo, el corazón está cerrado y no hay contacto con la propia vulnerabilidad. El enojo es una de las emociones más "contaminantes". Ser depositario del enojo de otro (merecido o no) nos enoja o, al menos, nos altera. Y aun cuando seamos apenas testigos de una escena de enojo ajena, nuestro sistema se perturba de manera similar que el de la persona enojada. Por eso es que necesitamos ser muy conscientes y, ante la primera señal de enojo en el cuerpo, buscar la manera de drenarla –salir a caminar, escribir lo que sentimos, golpear un almohadón, hablar con una buena amiga– antes de reaccionar. Si logramos despejar la adrenalina del cuerpo, y permitir así que el neocórtex vuelva a estar "en línea", podremos responder de manera más calma y evitar arrastrar a los demás a nuestro torbellino. Trabajar con nuestro enojo es un acto de sabiduría para con nosotras mismas y de cuidado hacia los demás.
  • La tristeza. La tristeza es la percepción de una pérdida y su inteligencia consiste en mostrarnos que algo nos importó o nos importa mucho y que perderlo nos duele. En la tristeza, todo en nuestro cuerpo tiende hacia abajo: las cejas, los párpados, las comisuras de los labios, los hombros. Hasta la respiración se ahonda y el pecho se hunde. ¿Por qué este giro tan claro en dirección del suelo? Porque la tristeza es una invitación a soltar. ¿Soltar qué? Lo que ya no es, lo que no nos sirve, lo que nos queda chico, lo que tiene que partir. Con sublime lucidez, nuestro cuerpo nos ofrece un vehículo para soltar: ¡las lágrimas! Llorar no solo alivia el dolor, sino que suele traer, del otro lado de la entrega, una sensación de alivio, y hasta de contento. Los regalos de la tristeza son, entonces: el soltar, la fluidez, el arraigo, la relajación, la revitalización.
Si bien estas emociones resultan útiles en el corto plazo, se vuelven nocivas si se instalan o si aparecen con demasiada intensidad y frecuencia. ¿Por qué? Básicamente porque activan el sistema simpático (que gobierna la lucha o huida), nos desconectan de los demás y nos impiden mirar con amplitud y objetividad. Además, resultan sumamente contagiosas: una sola persona enojada puede generar enojo en un cuarto lleno de gente.
Paradójicamente, el mejor camino para vincularnos con ellas es el que más evitamos: sentirlas. Intentar ocultar o suprimir estas emociones incrementa el efecto, no solo en nosotras, sino también en las personas que nos rodean. Y quizá sin quererlo, nos volvemos una especie de "agentes contaminantes" del entorno.
¿Qué podemos hacer, en cambio? "Bajar" de la cabeza al cuerpo e intentar reconocer lo que estamos sintiendo, en qué parte del cuerpo, y qué puede haber motivado esa emoción (ver prácticas en recuadros). La clave está en vincularnos con nuestras emociones, y no desde ellas.

Práctica RAIN: sentí tus emociones

Usá esta práctica para momentos en que alguna emoción te desborda. La idea no es aislarnos de la emoción, sino sentirla, como quien se para debajo de la lluvia (de ahí su nombre) y simplemente siente el agua caer.
  • 1) Reconocé los pensamientos, emociones y sensaciones que estás sintiendo.
  • 2) Aceptá que esto es lo que estás sintiendo, sin resistencias.
  • 3) Investigá con curiosidad cómo se expresa la emoción o sensación en tu cuerpo.
  • 4) No te identifiques con lo que aparece en tu campo de conciencia. Recordá que no sos tus pensamientos, sino aquella que los piensa; no sos tus emociones, sino aquella que las siente. Una manera rápida de recordarlo es nombrar la emoción (por ejemplo, "estoy sintiendo celos") o el pensamiento ("estoy nerviosa por el examen") apenas los notamos.

Equilibrar con emociones esenciales

Pero no todos son días nublados en nuestra meteorología interior: también hay mañanas radiantes, cielos azules, brisas con aroma a jazmín. Este el clima de las "emociones positivas": la paz, el disfrute, el alivio, la risa, el interés, la diversión, el orgullo, la inspiración. Estas emociones activan el sistema simpático (el de la relajación y el descanso) y promueven un pensamiento flexible, creativo, integrado y eficiente.
Dentro del conjunto de emociones positivas, hay un subconjunto que llamaremos "emociones esenciales" o "trascendentes". Acá van algunas: el amor, el asombro, la gratitud, la esperanza, la compasión, el perdón. Estas emociones han sido promovidas por todas las tradiciones de sabiduría y hoy reciben el respaldo de la ciencia. ¿Por qué? Porque nos liberan de nuestro "pequeño yo" y nos conectan con los otros, expandiendo nuestro sentido de identidad. Muchas emociones son contagiosas, pero las esenciales son "elevadoras": el solo hecho de presenciarlas nos produce un calor en el pecho y una sensación de que todo está bien en el mundo.
  • El asombro. Sobreviene cuando estamos en presencia de algo tan vasto (en tamaño, en número, en cualidad superlativa) que nos obliga a reconfigurar nuestros esquemas mentales. Nuestra mente no logra aprehender lo que está percibiendo y, por un instante, se detiene. El tiempo se vuelve puro presente. Mientras dura la emoción, no recordamos nuestro nombre, lo que estábamos haciendo antes ni lo que haremos después.
Científicos de la universidad de Berkeley, en EE. UU., expusieron a un grupo de personas a una breve experiencia de asombro, haciéndolas mirar un árbol alto desde abajo por unos minutos. Se las sometió a un cuestionario antes y después de la vivencia. Después de sentir asombro, las personas se mostraron más satisfechas con su vida, más cómodas con el tiempo del que disponían y, por lo tanto, más dispuestas a donarlo para una buena causa.
¿Por qué el incremento en generosidad? Porque el contacto con lo vasto nos recuerda que somos diminutas y, a la vez, parte de esa inmensidad que percibimos. En otras palabras, nos pone cara a cara con el misterio. Las fronteras de nuestro yo se expanden y nos sentimos unidas a quienes nos rodean (personas, plantas, animales, el planeta mismo).
¿Cómo autoprovocarnos asombro? No hacen falta grandes cosas: pasar más tiempo en la naturaleza, visitar museos, perdernos en una pieza de música, mirar mucho el cielo, observar a las personas que más conocemos con curiosidad, abriéndonos al misterio que las habita.
  • La gratitud. Es la percepción de algo valioso que no hicimos nada por procurarnos; o sea, la percepción de la gracia. Sentimos gratitud espontáneamente muchas veces en el día, pero no siempre nos detenemos a sentirla plenamente, ni mucho menos a expresarla. Dice el hermano David Steindl-Rast, autor de La gratitud. El corazón de la plegaria: "No es la felicidad la que nos hace ser agradecidos; es la gratitud la que nos hace felices".
Hacernos un momento para experimentar gratitud cada día cambia nuestra manera de ver el mundo y de vincularnos con nuestras propias vidas. No necesitamos esperar a que surja la emoción; en su ausencia, podemos preguntarnos: "¿Cuál es la oportunidad de este momento?". Casi siempre, veremos, es la oportunidad de disfrutar de algo (el café que voy a tomar; la compañía de una persona querida; el sol que acaba de salir). Pero aun cuando las circunstancias sean difíciles, la pregunta puede ser respondida. Quizá la oportunidad sea para protestar por una injusticia, ayudar a otro, aprender o crecer en fuerza o resiliencia.
Tres buenas prácticas para fortalecer el músculo de la gratitud:
• Llevar un diario de gratitud: anotar cada noche tres cosas que podemos agradecer de ese día. Procurar que sean distintas cada vez y específicas.
• Desautomatizarnos: en vez de extender un "gracias" automático o de cortesía, mirar a los ojos y agradecer eso puntual que nos tocó el corazón. Por ejemplo: "Gracias por atenderme con una sonrisa". "Gracias por acordarte de lo que te pedí".
• Escribir una carta de gratitud a alguien que nos hizo un bien: enviarla, leerla en persona o, si el destinatario ya no está, quemarla o echarla en un curso de agua, de modo ritual.
  • El amor. Es más que una emoción: es la energía que mueve el universo, es una forma de vivir la vida, es una forma de actuar. Pero, en lo que hace a nuestro universo interior, podemos considerarla la emoción madre.
Si todas las emociones son importantes para nuestra salud psíquica, las emociones esenciales son como las frutas y hortalizas de nuestro menú diario: necesitamos hacer de ellas la base de nuestra alimentación. ¿Y el amor? El amor es la base de la pirámide, el alimento que nos mantiene fuertes, sanos y resilientes.
Cerremos, entonces, con una práctica amorosa a la que podemos apelar en un sinfín de situaciones. Ante la duda, ante la angustia, ante la mente que se enreda en sí misma y pierde el camino, preguntémonos: "¿Qué haría el amor en mi lugar?". Respiremos hondo, tomemos coraje y hagámoslo.
Las emociones son pura energía vital, y no hay fórmulas para vincularse con lo vivo. Pero si logramos hacernos cargo de nuestras emociones aflictivas y cultivar a diario las emociones esenciales, ayudaremos a crear un ecosistema sano a donde sea que vayamos. Seremos un remanso de sombra y aire fresco para quien lo necesite. Como los árboles, como la lluvia.

Reciclate con autocompasión

Cuando te sientas avergonzada, vulnerable, culposa o angustiada, podés adoptar esta práctica diseñada por la psicóloga Kristin Neff, investigadora de la auto-compasión. Ponete una mano en el corazón, respirá tranquilamente y pensá o decí para tus adentros las siguientes tres frases:
  • Este es un momento de sufrimiento.
  • El sufrimiento es parte de la vida.
  • ¿Puedo tratarme bien en este momento?
Estas tres sencillas frases contienen un mundo de sabiduría. La primera expresa aceptación y presencia (los principios rectores de la práctica de mindfulness). La segunda apela a la "común humanidad" –esto también les pasa a otros– y alivia la sensación de soledad. La tercera apela a la compasión. Otras frases posibles: "¿qué puedo hacer por mí en este momento?", "que pueda ser fuerte", "que pueda perdonarme", "que pueda ser paciente".
Experta consultada: Inés Dates. Nuestra psicóloga.

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