

Para ir de Huay Xai, en la frontera con Tailandia, a Luang Prabang hay dos opciones: el slow boat (barco lento) o el fast boat (barco rápido). En el primero, el viaje dura desde dos días; en el segundo, siete horas. En el primero, uno está a la buena de los humores del Mekong, un río con carácter. En el segundo, un bote de madera con motor fuera de borda, los pasajeros usan casco y recorren los meandros del río con la velocidad de un rayo. A los fast boat los locales les dicen las motos del Mekong. La ventaja, por supuesto, es que el destino está rápidamente al alcance de la mano. Pero dicen los viajeros más antiguos que a veces el placer está en la ruta.
Así, dispuesta a probar el sabor de lo imprevisible, pagué mi ticket para el slow boat en una oficina del gobierno; compré agua, pan y algunas bananas y abordé la lancha. Supongo que esa misma mezcla de inseguridad y deseo de aventura habrán sentido los otros 35 extranjeros que ya estaban acomodados en unas tablas de madera.
Desde su guarida en la proa, el joven capitán Teuy con campera camuflada zarpó hacia el Sur. Ni bien quedó atrás el estricto control comunista, que impedía subir al techo del barco, desde donde uno se olvidaba del ruido del motor para entregarse a la novedad del paisaje, todos hicimos lo que no se podía hacer. Con el guiño de un ayudante, nos trepamos como cabras hacia arriba, y nos adaptamos a la chapa oscilante y caliente.
Un baño cerca de los búfalos
Las primeras horas pasaron rápido: buscando la posición ideal, haciendo amigos y tratando de no perderme ni un segundo de las orillas pedregosas.
Después de tres horas de viaje, la mitad de lo previsto para el primer día, el capitán se acercó a una orilla. Casi habíamos llegado, cuando corrimos hacia la playa de arena blanca. Nadie sabía por qué nos deteníamos. Pensamos que sería una escala técnica, una parada para hacer un picnic, un descanso para el capitán. Cada uno arriesgaba su teoría ya que nadie hablaba laosiano ni el capitán inglés.
Así paso un rato, mientras me bañaba en las aguas barrosas y frescas del Mekong y caminaba por la playa, muy cerca de los búfalos de agua, que después de mirarme fijo se lanzaban a la carrera, por suerte, para el lado contrario.
Los más solitarios buscaron paz bajo la sombra de un árbol, algunos jugaron al freesby y otros caminaron, pero las horas pasaban, el entretenimiento se acababa y se percibían chispas de preocupación.
Antes de que la noche selvática nos abrazara en esa playa olvidada llegó un barco más chico en el que nos acomodamos como pudimos, como sardinas.
A bordo, nos abandonamos al delicado balanceo de la nave en el río. El percance ya era un buen recuerdo y el horizonte tupido se ocupaba de acunar nuestros pensamientos. Pero el cielo había empezado a nublarse y el resplandor era cada vez más oscuro. Yo estaba sentada cerca del capitán y lo notaba tenso, extremadamente atento. Como la de una lechuza, su cabeza iba y venía de un lado a otro, observando, analizando la ruta.
El ambiente estaba enrarecido: en la costa volaban puñados de tierra y se hacían pequeños remolinos en el aire, los árboles agitaban sus ramas pidiendo auxilio y las aguas estaban revueltas.
En un instante, de repente, se borró el horizonte. Las nubes sucias y ahumadas habían bajado al río y se fundían sin sentido, mientras aumentaba el viento y la incertidumbre. Cuando parecía que ingresábamos en el gran ojo de la tormenta, el capitán viró el timón con vehemencia hasta que la nave se desvió hacia la costa. Todavía no habíamos llegado y ya caían gruesas gotas de lluvia. Rápidamente los hombres se bajaron y atajaron los azotes del viento sobre la frágil lancha de madera. La arena volaba y el Mekong mostraba sus olas como un felino hambriento muestra sus garras.
El grupo conservaba la calma, pero el miedo se olía en los rincones. La tormenta duró un rato largo y terminamos empapados. Cuando el cielo estuvo ligeramente más despejado, el capitán Teuy, un gran hombre de río, reanudó la marcha. Pero avanzaba lento, temeroso porque las nubes bajas todavía acechaban.
Hambre, sueño y frío
Así seguimos, titubeando en el Mekong, hasta que finalmente nos detuvimos en unos cuantos muelles que soportaban un pequeño caserío. Teníamos hambre y sueño y frío, pero nadie dijo nada. Cuando estuvimos más cómodos, el capitán trajo una pava inmesa y llenó de agua hirviendo varios bols de noodles (fideos chinos). Inmediatamente se hidrataron y nos resultaron la comida más deliciosa -y esperada- en mucho tiempo.
La tertulia fue corta y la noche a bordo, sobre los rígidos tablones de la proa, interminable.
A la mañana siguiente Chris y Susan, dos abogados norteamericanos, me regalaron un caramelo de café. Ese fue mi desayuno. Un rato más tarde, cuando llegaron los rápidos, agradecí esa frugalidad. Así se llaman las secciones del río en las que la corriente tiene buen ritmo y muchas piedras por sortear. Una vez más, Teuy puso a prueba su destreza. Y volvió a demostrar que siempre, hasta en los momentos más azarosos del viaje, tomó la decisión correcta.
Ese día fue corto: antes de que cayera la tarde, el capitán asumió que el motor andaba ronco y que debería revisarlo. Así, paramos en otro caserío sin nombre, muy cerca de Pakbeng, y allí nos quedamos... los 36 distribuidos en casas de familia hasta el día siguiente.
A esa altura del viaje comprendí por qué lo llamaban slow boat, el que tarda dos o tres o.... muchos más días. Pero también entendí el consejo de los viajeros sabios de no dejarse tentar por las ganas de llegar. Porque en esta lentitud despreocupada estaba la esencia de Laos.
Khong, Madre de las Aguas
- El Mekong es el duodécimo río más largo del mundo y uno de los más vírgenes. Sólo en 1993, cuando se completó el Puente de la Amistad entre Laos y Tailandia, fue navegado su tramo total del sudeste asiático. Nace a 4350 kilómetros del mar, en las mesetas altas de Tíbet, y atraviesa varios países en los que es conocido con distintos nombres: en Tailandia, Myanmar y Laos lo llaman Mae Nam Khong: Khong, Madre de las Aguas.
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