
Por Rosa María Britos Ruiz
Primeros días de abril, Pascuas. Había estado recorriendo algunas de las ciudades más cosmopolitas: Londres, París, Barcelona, Florencia. Pero quisiera hacer un alto en el trayecto de Florencia a Praga.
Florencia me despidió con lluvia y frío. Llegué a la estación central de trenes un par de horas antes de la partida de mi tren nocturno. Sentía una gran ansiedad por saber cómo sería el viaje, con quiénes compartiría la cabina, ya que había comprado una cucheta en una cabina con capacidad para seis pasajeras.
Al acercarme al coche correspondiente, dos guardas se aproximaron para pedirme pasaporte y ticket, en alemán por supuesto. Y ahí empecé a vivenciar lo extraño de las barreras idiomáticas. Que no son tales. Yo formulaba las preguntas en inglés y ellas respondían en alemán. No pregunten cómo fue, pero nos entendíamos igual. Creo que al viajar sola, las antenas se despliegan al máximo y captamos todas las señales posibles, sin importar el idioma. Las damas me indicaron muy amablemente cuál era mi cabina. Y cuando supe con quién la compartiría sentí un gran alivio y fascinación a la vez.
De los seis lugares, sólo se habían vendido dos. La otra pasajera resultó ser una monje tibetana. En el momento en que iba a entrar al compartimento, ella estaba sentada con las piernas cruzadas y los brazos en ele, en su clásica postura de meditación. Y para no invadirla golpeé la ventana. Me hizo una reverencia con la cabeza y esbozó una suave sonrisa. Era una mujer austríaca. Intercambiamos varios saludos hasta que acordamos que hablaríamos en inglés. Tuvimos una gran conversación, yo llevaba en la mano el catálogo de las obras expuestas en la Galería de los Uffizi, y empezamos hablando de arte. Luego, al tener un poco más de confianza me animé a preguntarle cómo era su vida en el monasterio, su cosmovisión del mundo y todo lo que pude. Por demás interesante. Eso es lo maravilloso de viajar sola, que nunca se sabe quién se nos puede cruzar en el camino.
El viaje era largo, pero la noche nos resultó corta para nuestra charla. Una vez en Viena bajamos las dos rápidamente, ya que los trenes se detienen unos minutos. Y así la vi alejarse, ataviada en su túnica maíz y bordó. Fuimos muy pocos los pasajeros que descendimos allí. En un instante los andenes quedaron desiertos nuevamente. El frío era impresionante, pero las plataformas eran techadas y con una pequeña cabina vidriada para aguardar la llegada del servicio.
Al llegar a Praga, nuevamente a transpirar la camiseta. Otra vez el idioma. Tenía dos maneras de llegar al hotel, por metro o tranvía. Sí, así es, prácticamente gran porcentaje de los medios de transporte está dominado por los antiguos y elegantes tranvías. Yo jamás había visto uno. Sólo había oído las historias de mi abuelo Aurelio, que vino de España con tan sólo 4 años. Usaba el tranvía todos los días para ir al colegio. A mí me parecía increíble verlos tan de cerca. Los oficiales me recomendaron que tomara uno, ya que el trayecto era más sencillo que con el metro. Claro, una cosa es tomar el metro, donde las estaciones son fijas, y otra es tomar un tranvía, que también tiene paradas, pero yo las desconocía. Una vez adquirido el ticket para viajar los cuatro días, siempre recomendable para ahorrar dinero, salí de la estación rumbo a las paradas. Praga me recibió con aguanieve. Si bien el frío era intenso, nunca había visto aguanieve. Yo llevaba un sombrero violeta de piel de camello. Ese momento me pareció mágico.
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