

Desde la Montaña de Ambar, una pista de tierra destrozada cada año un poquito más por la estación de lluvias lleva a la Reserva Natural del Ankarana, acaso el más salvaje espacio natural protegido de Madagascar.
Ankarana, que en malgache significa el lugar de las piedras puntiagudas, es una cordillera formada por el plegamiento de un macizo calcáreo y roturada hasta la saciedad por la erosión de las lluvias tropicales, donde todo es salvaje, hasta la forma de acercarse, pues la ausencia de hoteles en kilómetros a la redonda obliga a los pocos visitantes que se adentran a pernoctar en campamentos -uno de ellos allanado por una expedición científica británica- en los que no hay agua ni comodidad alguna, pero sí escorpiones y serpientes.
Recompensa inesperada
A quienes superen estos pequeños inconvenientes les espera un territorio único en el mundo, atravesado de un extremo a otro por kilómetros de cuevas y simas, donde el paseo se ve interrumpido tanto por un gigantesco cañón de centenares de metros de profundidad como por un tsingy, ciudad gótica de agujas de piedra tallada por la erosión del agua.
Los tsingys son gigantescos lapiaces (planicies de roca caliza), donde un fenómeno conocido como carstificación excava pequeñas oquedades, grietas, simas y puntas de flecha.
Sólo que aquí, en esta isla continente donde todo es superlativo, esa erosión ha creado inmensas llanuras de agujas de varios metros de altura imposibles de atravesar a pie o con cualquier otro medio de locomoción.
Pero no son los tsingys, ni los escorpiones, ni la bahía de Diego Suárez, ni las playas de postal de Nosy Bé el emblema más característico de Madagascar.
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