

PARIS.- "Bonsoir, monsieur, madame..." Saco oscuro, corbata y esa facilidad para empezar el diálogo. Sobre la vereda, como cada noche, buscando espectadores para las curvas de las chicas. Las fotografías de los afiches obligan a imaginar el show. A muchos les basta con eso y fingen no verla, aunque sea difícil fingir en este caso, a pesar de la penumbra de la entrada. Un cigarrillo entre los labios rojísimos, un abrigo de zorro, la pollerita que apenas cubre las puntillas de las ligas, las piernas entre redes, la piel contra el escote. Pero no es ella quien actúa en este teatro oscuro de Pigalle. Las estrellas están adentro y llegaron más temprano. Ella está frente a las cortinas de cadenas plateadas para atraer a los clientes con la mirada insistente y la amplia sonrisa. Quien se atreve a atravesar el umbral y a penetrar ese pequeño espacio previo a las cadenas puede incluso escuchar de su propia boca, pronunciado con esos labios pulposos, el precio de la entrada.
El lugar de ayer
Durante la Edad Media, dos feudos ocupaban la región: el de las Damas de Montmartre y el de la familia Cocq. Cuando Luis XIV hizo demoler las murallas y trazó un paseo con árboles, empezaron a elevarse las casas y el amplio campo dejó lugar al barrio. El pueblo de los Porcherons creció rápidamente y se construyó entonces la iglesia Notre-Dame-des-Porcherons, tambien llamada Notre-Damedes-Cabaretíers, que después fue reemplazada por la actual Notre Dame-du-Lorette.
Cuando Luis XV decidió quedarse en París, los poderosos instalados en Versalles se trasladaron a la capital. Esto dio lugar a la construcción de gran cantidad de folies (casas ricas rodeadas de jardines) y a la aparición de restaurantes y de cabarets en el área de Pigalle. Desde entonces, las mujeres fáciles buscaban protectores que las instalaban en los hoteles o en las casitas del barrio.
A principios del siglo XIX llegaron los escritores, los músicos y los artistas. A lo largo de todo el siglo pasado aparecieron nuevos teatros, cabarets, circos y cafés. Estos elementos hicieron del bulevar de Clichy el centro parisiense del arte y de la fiesta. Las luces de Pigalle se encendieron entonces para no apagarse. Aunque es cierto que durante la Primera Guerra Mundial su brillo se atenuó. Los artistas de Montmartre se fueron a Montparnasse para no volver, dejando en la colina el reflejo de la vieja bohemia y en Pigalle uno de los centros turísticos de la vida nocturna de la capital: un souvenir , un eco de las fiestas parisienses de la belle époque.
El molino que no se detiene
El Moulín Rouge está situado frente a la plaza Bianche (Blanca), así llamada por causa del tráfico de carretas de harina y de yeso que bajaban de Montmartre cuando la colina era un barrio de molineros y canteras. En esos años, la plaza se teñía con el polvo blanco que las carretas dejaban al pasar.
En el lugar del célebre cabaret estuvo, durante el romanticismo, el Baile de la Reine Bianche (de la Reina Blanca) que, en la época de la Comuna, los revolucionarios transformaron en lugar de reunión.
En 1889 tomó el nombre de Moulin Rouge. Es cierto que en el actual Moulin Rouge queda poco de aquel amplio jardín con arboledas, donde jugaban los monos encadenados entre las mesas; nada de los juegos, de los concursos de tiro, de los videntes descubriendo futuros misteriosos en las cartas, en el brillo del cristal o en las palmas de las manos y nada de la sombra desfigurada bajo el elefante gigante de madera que sorprendía a los chicos.
Valentín el Deshuesado -capaz de plegar su cuerpo como si no tuviera huesos- es una imagen vaga en la memoria moviéndose con los ritmos todavía a la moda entonces: el cancán , el chahut y la quadrille naturaliste.
Aquel Moulin Rouge desapareció con este siglo. El baile popular se transformó en music-hall con grandes espectáculos, operetas, revista. Un incendio lo obligó a cerrar sus puertas en 1915, pero el legendario molino de Clichy no podía detenerse y fue reconstruido.
Hoy convoca a otra multitud, llegada para cambiar de aire, ávida de las noches pasadas de Montmartre, de las imágenes descubiertas en los afiches de Toulouse-Lautrec, de la voz de Yvette-Guilbert apretando el telón con una mano.
Feliz al ver girar, como en un sueño, las aspas rojas de neón. Feliz, tal vez a pesar de las distancias entre las viejas sombras de castaños y las arañas pesadas de luces, entre las danzas de ayer y el french cancán que es apenas una cita de aquellos bailes campestres y del París inolvidable de la belle époque.
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