La tormenta indefectiblemente arranca el minuto que pisás la calle y el colectivo ese que todos los días pasa más o menos puntual se termina demorando 40 minutos. Lo esperás bajo un techito que chorrea justo encima de tu cartera y para cuando llega, la cola es interminable y te subís entre una masa empapada de seres humanos apretujados unos contra otros hasta que llegás a tu casa.
Ah, home sweet home.
Bueno, no tan sweet.
La ventana de la cocina está completamente estrellada por lo que asumís es una rama que se desprendió y hay vidrios, hojas y agua por todos lados. El charco acumulado ya está llegando al parquet del living y es cuestión de horas para que se hinche todo. Malditos flotantes de departamentos nuevos, de parquet no tienen nada. Trapo de piso, palita y a envolver los vidrios. El agua sigue entrando y ensayo un bloqueo provisorio con el interior de una cortina de baño. Me creo bastante astuta, entra chiflete pero no agua.
Juro que en el colectivo no me di cuenta que la cosa venía tan fuerte. Esta mañana me entero de los destrozos, hasta edificios derrumbados en Palermo y gente que se quedó sin su casa. No puedo ni pensar en la situación de perder tu casa, de perder ese lugar al que normalmente volvés en busca de refugio, a ese lugar donde buscás tranquilidad y protección y encontrarlo así como lo encontró esa gente.
Hablo con Pedro y le cuento lo que pasó con el vidrio de la cocina y el agua que entró y toda una rosca acerca de la vulnerabilidad y el espacio propio y la ventana que ahora queda totalmente abierta y qué pasa si entra alguien mientras no estoy y si llamo al seguro para ver si están los cristales cubiertos y bla bla bla...
-Esa es una cosa medio femenina me parece, la de hacerse un drama por las cosas de la casa. Es plata, nada más, se arregla. Fin del problema.
Esa practicidad masculina. Llamás, arreglás, pagás, no te angustiás. Fin del cuento. Ahora, me sigo preguntando ¿Qué cosas (de las cotidianas) son las que preocupan a los hombres entonces? Le pregunto. Se ríe pero no contesta.