
En un viaje inolvidable descubrí a Noruega. Millones de años atrás los procesos de glaciación fueron los prodigiosos ingenieros que esculpieron su relieve costero atlántico, excavando agudos golfos y senos marinos de azulada profundidad, que gratificaron el paisaje original con la atractiva seducción de los actuales fiordos.
Lo peculiar de Noruega es que donde quiera que uno vaya casi siempre está presente la naturaleza y, para asegurar su preservación, en cada rincón del país se advierten los recaudos de un pueblo culto. Ya sea en los apacibles valles o en los páramos más agrestes, como en las bucólicas riveras de los fiordos, la presencia humana no constituye agresión alguna al medio, sino un atributo de complemento a la pureza ambiental.
La etapa culminante del recorrido estuvo dada por el arribo a Cabo Norte (Nord Kapp), en el extremo de la isla Mageroym, accidente geográfico a 71°10 21 de latitud norte, definiendo el punto más septentrional del continente europeo.
Al llegar a esta remota isla, a eso de las 22.30, un día encapotado, ingresamos en un complejo edilicio dispuesto para el turismo.
Allí, en diversas mesas distribuidas frente a un escenario a telón cerrado, los visitantes fuimos agasajados con caviar, champagne y un certificado acreditante de nuestra presencia en el lugar, hasta que al producirse la transición a un nuevo día, a las 24, lentamente se descorrieron los cortinados. De allí emergió la visión para todos y, en medio de aplausos generalizados, el singular brillo del sol de medianoche acariciando con su dorada estela las frías aguas del mar de Barents.
Fue un regalo más de una naturaleza pródiga, que en aquella elevada latitud sensibilizaba mis emociones con otra imagen indescifrable de sublime majestuosidad.
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