
Primero debo aclarar que nunca me había subido a un kayak. De hecho creo que en mis 26 años ni siquiera había soñado con hacerlo, aunque de chico sí navegué en varios tipos de veleros por el Río de la Plata. Pero una vez que se me puso en la cabeza la idea de llevar un kayak al sur ya no pude sacármela.
Comencé por buscar algo barato que flotara. Pero cada vez le di más importancia al asunto y terminé por comprar una verdadera belleza color pato, de travesía, de 5,10 metros. Compré también un portaequipaje universal, llené el baúl del auto con comida y salimos con dos amigos desde Buenos Aires. Uno bajó en Quemú Quemú, La Pampa, donde nos esperaba un asado. El otro me acompañó a la travesía por los lagos de la provincia de Neuquén.
A los kayaks no se los suele bautizar ni se les pone nombres, como sí se hace con veleros, gomones, lanchas, cruceros, transatlánticos o balsas como la de Ernesto Guevara. Pero yo sí quería bautizar al mío. Y me gustó Quemú Quemú, nombre que se le daba al tótem alrededor del que los mapuches realizaban un ritual para pedir lluvia y que solía terminar en una gritería tremenda.
Ahí estábamos, entonces, 1700 kilómetros más tarde con el kayak amarrado al techo del auto con un kilo de polvo encima y restos de centenares de bichos, esperando ser devuelto adonde pertenecía. A medida que desatábamos los diez metros de nylon, la figura del tótem se destapaba.
De haber sido un potro salvaje hubiera huido en ese instante. Pero se quedó, conociendo nuestras buenas intenciones. Por lo tanto también se dejó llevar sobre nuestros hombros como un rey al trono. Era espectacularmente liviano. A partir de la playa lo cargué solo. A unos diez pasos, el lago Huechulafquen esperaba con una serenidad inmutable. El reflejo de la montaña, atento, no se movió de su silla. El cielo estaba despejado, no mostraba una sola mueca. Cargué a Quemú Quemú de piedra en piedra hasta la orilla, donde el agua me aguardaba fresca y vitalizante. No se escuchaba un solo ruido.
El verdín en las piedras me demoró unos segundos. Pero como nunca había bautizado a nadie pretendía tomarme todo el tiempo que fuera necesario. Hoy lo recuerdo como un momento sagrado. Se dio con suma paciencia, tanto de mi parte como del lago. Hubo un pequeño desliz mientras caminaba con el que perdí el equilibrio y casi la armonía de todo. Entonces lo bajé tan suavemente como pude, como se baja a un bebe en su primera cuna.
El bote se dejó llevar por la gravedad. Fue como una caricia la que recibió en su costado y que se prolongó gradualmente al resto del cuerpo. Y ahí estaba flotando como sabía en el lago. Ahora me tocaba aprender a subirme. Tras dos intentos fallidos y las voluptuosas carcajadas de mi compadre logré sentarme sobre el potrillo y en un solo movimiento meter ambas piernas en el cuerpo vivo de Quemú Quemú. Retornó aquella quietud y perdí todo peso. Me olvidé de mis piernas y empecé a remar. Y fui tomando velocidad. Sólo se oía el agua correr por debajo. Le tomé la mano y me desentendí también de la orilla y seguí remando. Y Quemú Quemú pego un grito de alegría.
ENTRETENIMIENTODE A BORDO
- Tatuaje sin permiso. Las autoridades de Sri Lanka deportaron a un turista británico por tener un tatuaje de Buda. Con la prohibición, le dijeron, preservaban su seguridad.
- Chinos. En 2012, los turistas chinos gastaron US$ 102.000 millones en viajes por el mundo y convirtieron a su país en el mayor emisor de turismo internacional, lugar que ocupaba Alemania.
- Uniforme. Tras un año de disputa, las azafatas de Asiana lograron que la compañía coreana les reconozca el derecho a vestir pantalón en lugar de pollera.
Por Santiago Greene
Santiago Greene
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