

El papá de mi amiga Marina coleccionaba pájaros traídos de todos los rincones del mundo. En la enorme jaula se pavoneaban unos cuantos ejemplares de tamaños, colores y plumajes asombrosamente variados (y precios también, claro). Pero bastó con que a Marina se le escapara uno, uno solito, para que el padre se pusiera como loco. Pese a su pinta de zorzal de jardín, el pajarito prófugo era una rareza importada de algún punto tan exótico y alejado en el mapa que mejor olvidarse de conseguir uno igual (el cuento es más largo: en realidad, mi amiga quiso reemplazar al cotizado ejemplar por un chingolito que compró en el Tigre, pero el engaño duró lo que un suspiro). Marina me contaba el episodio al borde del llanto, y yo, que no diferenciaba una cotorra de un loro, sólo podía preguntarme cómo era posible fanatizarse con un animalito tan insulso como un pájaro.
Aquella anécdota, de la que pasaron una punta de años, resultó uno de mis primeros contactos con el mundo de las aves. De la pasión de cierta gente por las aves, mejor dicho. Desde entonces, no he parado de cruzarme con aficionados que atraviesan continentes y océanos para practicar el llamado bird watching . Muchos países han sabido explotar este potencial turístico y, la verdad, no les va nada mal. He visto contingentes de bird watchers, binoculares en mano y excitación a flor de piel, en lugares tan disímiles como Costa Rica, Vietnam o el Cabo de Hornos. En este último viaje, recuerdo un grupo de estadounidenses que oteaba el horizonte con ansiedad, indiferente a los cormoranes y albatros que revoloteaban en los acantilados rocosos. Uno de ellos me confesó que lo que los tenía trastornados era el yunco de Magallanes, un pajarito que habita sólo en aquellas latitudes extremas y del que, aparentemente, no se ha encontrado ningún nido cercano a las costas.
Lo curioso es que a medida que empecé a preguntar y observar, yo también me fui interesando en el tema. No es que me haya hecho fan del avistamiento de aves ni mucho menos, pero puedo entender por qué se ha convertido en un hobby tan popular. Y no sólo porque permite viajar, descubrir nuevas especies o tener pleno contacto con la naturaleza, sino porque, sobre todo, los hábitos de las aves son verdaderamente fascinantes. Está el bailarín azul, por ejemplo, que despliega unas danzas dignas del Bolshoi cada vez que tiene que cortejar una hembra. O el colibrí zunzuncito, que mide apenas 5 centímetros. Y qué decir de las golondrinas, que llegan a recorrer 200 km por día en sus largas migraciones, para regresar al mismo nido que abandonaron el año anterior (nidos a base de saliva de la propia golondrina, que a todo esto son un manjar de lujo en China).
"El avistamiento es una excelente terapia para la memoria, mantiene la mente joven y ágil", me señaló una vez Claudio Vidal, un ornitólogo venezolano. No es casualidad que muchos de los que lo practican sean jubilados. Pero también conocí gente joven y apasionada por este peculiar ejercicio, para el caso. Como Emilio White, un naturalista que puede pasarse horas y horas esperando en la selva misionera hasta que aparezca tal o cual pájaro. Cuenta con una pequeña ayuda, eso sí: un iPod con parlantes que reproducen el canto del ejemplar por localizar.
De las historias más románticas -y trágicas- que he escuchado, la del cóndor se lleva todas las palmas. Me la contó un baqueano mientras las sombras gigantescas planeaban sobre nuestras cabezas, en una quebrada riojana. Según me dijo, los cóndores son monógamos y tienen una pareja de por vida. Cuando uno de ellos muere, el otro remonta vuelo hasta alcanzar una altura suficientemente importante como para dejarse caer en picada y estrellarse contra la faz rocosa de una montaña. No sé si la historia será cierta o no, pero a mí me gusta creer que sí.
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