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Brasil: Jericoacoara y Florianópolis

Bajo el mismo sol, dos playas bien distintas: una en el Nordeste, rústica, de moda, un paraíso lejano; la otra en el Sur, el clásico de siempre, con las mismas tarifas que el año último




JERICOACOARA.- Rubión, pelo llovido, sonrisa tímida. Bernard Appel dice que acá, en este lugar sin nada, lo encontró todo. El restaurante que siempre soñó abrir, una mujer que le dio dos hijos y la paz que se le escurría de las manos en su Hamburgo natal.
No es el único gringo, en verdad, que echó sus raíces en esta terra da felicidade . Basta con dar un rápido vistazo a las posadas y los bares que se desparraman por Jericoacoara para descubrir que muchos de sus dueños son europeos. Alemanes, italianos, suizos. Que llegaron hasta acá, a este desierto de dunas perdido en el nordeste de Brasil, con el boca a boca como único mapa y referencia. Más o menos como una búsqueda del tesoro.
Y vaya tesoro que encontraron. Hablar de palmeras, arenas doradas, mares de aguas cálidas y kilómetros de playas desiertas sería recaer en los lugares comunes que hicieron un clásico del litoral brasileño. No que todo eso no sea cierto en el caso de Jeri, como la llaman cariñosamente los lugareños. Pero la verdadera magia de este pueblito de calles arenosas y nombre de trabalenguas, escondido a 300 km de la ciudad de Fortaleza, radica más bien en su espíritu bohemio, su clima relajado y su cálida sencillez.
También, en su carácter remoto y en la dificultad de llegar hasta él, lo que hace que su conquista sea todavía más placentera. Vale aclararlo de entrada: llegar a Jericoacoara es todo un tema. Primero, hay que volar hasta Fortaleza. Desde allí se toma un ómnibus -también se puede contratar un Jeep, pero ya estaríamos hablando de otro precio- y, 280 kilómetros y unas seis horas después, se llega al municipio de Jijoca. Es la última parada antes del fin de la civilización . Allí se hace el trasbordo a una jardinera (especie de camión de doble tracción con carrocería de madera y techo) para atravesar los últimos 20 kilómetros de dunas antes de arribar, ahora sí, a nuestro paradero final.

Un mundo paralelo

Sin autos, sin bancos, sin horarios. Así es la vida diaria en Jericoacoara. "Acá se pierde la noción del tiempo. A veces ni siquiera sé si es segunda , terça o quarta . Da igual", sonríe Bernard, mientras de fondo suenan los acordes de bossa nova en su bar-restaurante, Sky.
Claro que desde que el diario The Washington Post la nombró, en 1994, como una de las diez playas más bellas del mundo, la fama de Jeri trascendió fronteras y, de a poco, fue perdiendo ese aura de reducto secreto para ir convirtiéndose en un codiciado destino de moda.
De todos modos, su acceso arduo, sumado al hecho de que el poblado está dentro de un área de protección ambiental -y, desde 2002, también dentro de un parque nacional-, ayudó a que el lugar se mantuviera relativamente aislado, con ese encanto de paraíso rústico más o menos intacto.
De hecho, Jeri conserva aún las características de la pequeña aldea de pescadores que supo ser hasta hace no tan poco. Por empezar, tiene menos de 2000 habitantes, aproximadamente la misma cantidad que tenía Buzios en 1975. Por sus calles de arena ferrosa sin veredas -está prohibido asfaltar y menos todavía construir rutas- campean alegremente burros, vacas huesudas y gallinas (la circulación de vehículos está restringida a unas pocas cuadras). No son muchas las calles, es cierto. El pueblo entero consta de no más de cuatro o cinco caminos principales que bajan suavemente por la ladera y van a morir al mar. No tienen carteles y sus nombres los conocen sólo los locales. De modo que cuando aparece el cartero, dos veces por semana, el buen hombre tiene que ir preguntando direcciones por ahí si quiere cumplir con su trabajo.
Pero de todo lo que no hay en Jericoacoara, tal vez la mayor bendición sea la falta de luz. Bueno, en rigor no es que no haya luz. La electricidad llegó a la villa en 1998, y hoy hay cables subterráneos que alimentan casas y posadas. Pero -y ahí está la bendición- no hay postes de iluminación en las calles. O sea que, de noche, sólo quedan la luna y las estrellas. Que no es poca cosa: en medio de la oscuridad casi total, el cielo es un manto blanco, blanquísimo, y uno siente que ya no puede pedir más nada.
Aunque sí se puede pedir más. Los atardeceres, por ejemplo. Un ritual ineludible en Jeri, que todos cumplen con emoción y cierto aire de misticismo. Cada tarde, a eso de las 5 (aquí amanece y oscurece temprano, ya que estamos justo por debajo de la línea del ecuador), comienza la peregrinación silenciosa hacia la Duna Gigante, al oeste de la aldea y el mejor lugar para ver la puesta de sol.
Dato: esta aldea tiene una localización privilegiada, en el extremo norte del estado de Ceará (ahí justo donde dobla la pancita del continente), lo que hace que haya mar tanto al Este como al Oeste. Es decir, es uno de los pocos lugares de Brasil donde se puede ver nacer y poner el sol en el océano.
Hay otra opción, también, que es ir a pie -son unos 40 minutos de caminata- o a caballo hasta la Pedra Furada (piedra agujereada), un arco de roca que se alza sobre el océano abierto y brioso, y por cuya abertura puede verse asomar el sol de mayo a septiembre.
Al finalizar la puesta es frecuente que se armen rondas de capoeira (ese baile-lucha que trajeron los negros de Africa y que ahora practican locales y turistas por igual) en la playa, entre los barquitos de pescadores (jangadas) que quedan flotando en pequeñas lagunitas cuando la marea se retira.
Por lo demás, Jeri es el destino ideal para practicar el saludable arte de no hacer nada, o para todo lo contrario: sandboard en las dunas, paseos a caballo o en bote, trayectos en buggy o excursiones hacia las lagunas Azul y Paraíso, dos espejos de agua de una belleza tan austera como deslumbrante. Además, la brisa constante lo convirtió en un paraíso para los amantes del windsurf y el kitesurf, que de septiembre a noviembre -cuando el viento sopla aún más fuerte- salpican el paisaje con los colores estridentes de sus velas y parapentes.
Después, por la noche, en un puñado de barcitos habrá música para todos los gustos: forró, MPB, pagode, reggae y hasta electrónica. Pero antes, claro, pescado fresco, feijoada y mucho suco de abacaxi, manga o cajú. Sin olvidarse de las célebres caipirinhas que ayudan a matar saudades . De esas que seguro tendrá cuando se vaya de Jeri.

Buggies, médanos, emoção y una aldea oculta bajo la arena

Hoy se puede pasear por las mismas dunas que cubrieron la vieja Tatajuba
Cuenta Delmira Silvestre Das Chagas Silva, de 49 años, nueve hijos, que aguantaron hasta el final. Que la arena se colaba entre las ventanas, ensuciaba las sábanas, arruinaba la comida y los dientes. Que todos en la familia se levantaban a mitad de la noche para sacar a baldazos esa arena que se acumulaba en los techos y taponaba las puertas. Hasta que un día casi no pudieron salir de la casa. Y dijeron basta. Juntaron sus petates y abandonaron Tatajuba.
Hace 20 años, el avance implacable de la duna acabó por enterrar la aldea entera, situada a unos 50 km de Jericoacoara. Hoy, los únicos restos que quedan en pie son algunos ladrillos sueltos que permiten adivinar el trazado de las casas. Y una choza en la que Delmira vende agua de coco a turistas y repite su historia a quien quiera escucharla.
Mientras, la nueva Tatajuba fue reconstruida cerca de allí, esta vez protegida por un brazo de mar del acecho de la arena y una barrera de miles de coqueiros de la amenaza del viento.
A ambos pueblos se llega en buggy -una suerte de arenero y vehículo por excelencia de los locales- luego de cruzar el río Guriú (donde las balsas esperan para llevar los autos a la otra orilla), internarse por manglares (donde viven ocultos los cangrejos), recorrer kilómetros y kilómetros de playas vírgenes y atravesar esas dunas inmaculadas que parecen calcadas de un paisaje lunar. Tantas dunas hay de hecho en este estado, Ceará, que hay quienes aseguran que el nombre deriva de Sahara, por su parecido con el desierto africano.
El buggy sube y baja, baja y sube por estos gigantes de arena. Si se elige el viaje con emoção , tal vez termine con ampollas en las manos de tanto aferrarse a las barras antivuelco.
En el camino se puede hacer un alto para probar lo que los locales llaman ski-bunda, que vendría a ser una especie de sandboard local. El mentado deporte consite en tirarse de lo alto de un médano en una tabla de madera, a razón de 3 reales la bajada (dan ganas de repetirlo varias veces, hasta que llega el momento de trepar por la arena cuesta arriba: ahí desiste la mayoría).
Generalmente, el recorrido termina en la laguna da Torta, una lagunita de agua dulce acumulada entre las dunas. En el lugar hay un pequeño parador de madera donde se puede almorzar camarones, langosta, cangrejo rojo, pargo o róbalo -los peixes más sabrosos-, y cachaça con miel y limón.
Después, ya no queda mucho para hacer, salvo recostarse en las hamacas que cuelgan entre dos palos clavados dentro del agua, y dejar fluir el tiempo.

Datos útiles

Cómo llegar

Desde Buenos Aires, los vuelos a Fortaleza están a partir de los US$ 520, por Varig o TAM, sin impuestos ni tasas.
Hay salidas diarias a Jericoacoara -a las 9.30 y 17.30- en ómnibus y jardineras, por 36 reales (US$ 1= R$ 2,14). También se puede alquilar un Jeep entre varias personas y hacer el recorrido por la playa, a partir de 500 reales.

Dónde dormir

Está prohibido abrir hoteles de lujo, pero hay posadas para todos los gustos. Conviene reservar con anticipación si planea ir para Año Nuevo, en temporada alta.
Mosquito Blue. Tiene 44 habitaciones con vista al mar, lounge, restaurante y dos piscinas. Desde R$ 240 la doble. (88) 3669-2203.
Pousada Naquela. Tiene piscina, un amplio jardín y hamacas en las terrazas de los cuartos. A partir de los US$ 50 la doble. (88) 3669-2111.
Pousada Jeribá (88) 3669-2206. A partir de los R$ 200. Tiene servicio de té para ver la puesta de sol.

Clima

La temperatura promedio es de 30°C durante todo el año. La temporada de lluvias va de febrero a mayo.

Atención médica

No hay hospitales, sólo un puesto de salud donde atienden un médico, un dentista y dos enfermeras.

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por Redacción OHLALÁ!


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