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Cádiz, testigo de una historia de amor con final feliz

Por Emilia Mazer




"Tú pide, y te será dado", me dijeron mis amigos que fueron a la estación a buscarme, como sabiendo de antemano que algo importante, a partir de ahí, me pasaría.
Pero no sé a qué Dios pedirle, al rusito o al de ellos, o... Y lo hago, al que sea, por las dudas -si es el mismo para todos-, y Santiago de Compostela me da el sacudón esperado, apuntando su energía hacia el fondo de mi medular descreencia.
Y pido, pido de todo, por las dudas, murmurando cosas que si me hubiera observado el rabino de mi barrio me hubiera excomulgado.
Después de tantas idas, de tantas vueltas, de tantos perdones injustificables, de una gigantesca ausencia de pertenencia, que me llevó instintivamente a Ezeiza, eligiendo el rumbo de inventarme de otro modo mi deseo.
Esa noche de lluvia, en Galicia, sueño. Pero un sueño fuerte, no como los habituales: una inmensa cúpula amarilla y campanarios, algunas casas de colores y el mar azul a un lado. Es la imagen fuerte y colorida de una bella postal que jamás vi. Me despierto, decidida a irme ya; tanta humedad no es lo que se diría un buen tratamiento para una mujer en trámites de divorcio.
Pregunto dónde hay un campanario así, y con indicaciones suficientes, parto a Cádiz, cuando me indican el sitio de mi sueño. Un auto alquilado, el pie acelerando hacia el Sur y el paisaje levemente montañoso de una Andalucía que desbordaba colores y tonalidades empezando a quijotear mi empañada esperanza. R.E.M en el estéreo, Loosing my religión en mis oídos, me hablaba de que estaba perdiendo el credo con el que había transcurrido hasta aquí.

En busca de un sueño

Primero me detuve en Sevilla. Y busqué inmediatamente la Giralda. "Es que en amores, es que en amores, las palabras soñadas son las mejores...", sonaba un cante cuando pasé por una tienda de postales frente a la catedral. Me puse a mirar unas fotografías de la ciudad, cuando en eso veo una con la imagen de mi sueño, exacta. Cádiz, dice en el dorso.
Fue entonces cuando ocurrió aquello que daría sentido a lo que yo aún no presentía. Levanté la vista para preguntar el precio y sus ojitos lindos detrás de unos lentes me estaban observando. Bajé la vista, no sé por qué, y sin preguntar nada, seguí. Los naranjos del Alcázar embriagaban el aire de azahares del barrio de Santa Cruz, la judería, los callejones angostos, con las ventanitas llenas de flores a la vista de los extranjeros retratando las imágenes que mostrarán a su regreso, sin permitirse percibir la realidad en otras dimensiones. Sin embargo yo tampoco veía lo que miraba, esos ojos se quedaron en mí y eran lo único que recorría de Sevilla.
Luego tomé el tren, que me llevaría a mi destino. Y es así como lo defino: mi destino. Cuando llegué, fui hacia el mar. El sol había comenzado a retirarse, y más allá, brumoso, como desprendido de mi fantasía, vi el campanario amarillo de mis sueños, al fondo de la playa, sorprendida, me descubrí feliz como hacía tiempo no me sentía.
Atardecía en Cádiz, como mi tristeza, que se había retirado subrepticiamente. Empecé a caminar en dirección a la catedral, como una autómata y no me pregunté ya tantas cosas... Llegué hasta la puerta de la iglesia después de media hora. El gran portal estaba cerrado. Miré a mi alrededor, observé a la gente que pasaba, alegre, risueña y presté atención al acento cuya música me empezó a traer aires de Lorca, de flamenco y de alegría. Un cante, el mismo que escuché en Sevilla, sonaba desde un negocio que llamó mi atención. Fui. Me puse a curiosear objetos y agarré la misma postal, la de esa catedral que tenía enfrente de mí. Levanté la vista para compararla con la imagen real y giré para preguntar cuánto valía. Y otra vez esos ojos que detrás de sus lentes me sonreían ... "¿Trabajas aquí", le pregunté obvia; "¿Te gusta Cádiz?", preguntó él. Y después, lo que siempre viene después. La postal nunca la compré, ¿para qué?
El cerró el negocio antes, me tomó la mano, me llevó a caminar por las callecitas de un pueblo que tampoco era el suyo, pero hoy ya es parte de él... y me contó todas las historias. La de su amor por este sitio, la de estas calles, la del vendedor de postales, la del descubrimiento de la América desde donde los dos venimos, la del "azul de tus ojos como el azul del mar"... Ahí fue que le dije: "Mirá que son verdes", y él se acercó para verlos más cerca y el fondo como en toda película fundió a negro y fue así que vino el primer beso. Cuando abrí los ojos, allí estaba él con un ciclorama maravilloso de fondo: el campanario amarillo de mi sueño.
Ahí fue que me cerró todo. Pasó tiempo desde entonces. Hoy tenemos una cadena de distribución de postales, y un balcón enredado de azahares frente al campanario de la catedral de Cádiz. Y nos gusta viajar y pintar los sitios del mundo que vamos conociendo, y fotografiarnos la vida del color que la soñamos. Y los domingos tomamos mate y escuchamos a Gardel y a Goyeneche durante el atardecer en la bahía.
La autora es actriz.

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