

CLORINDA, Formosa.- El tórrido verano formoseño aún continúa. La temperatura de la tierra es cálida, pero en la noche ya se registran un par de grados menos que bajo los rayos del sol. No obstante, el temido viento norte cruza los barrancos del río Pilcomayo desde Paraguay.
No hay calma en el ambiente. Los troncos de los yuchanes, los quebrachos colorados y los guayacanes transpiran sabia e inquietud. En donde uno aguce el oído un poco más que lo habitual, la tensión que provoca la idea de una yarará de paseo entre los pastos, constituye en la mente otro sonido de fondo.
La caminata se retrasa y el regreso al campamento se posterga. Pocas cosas alteran la vida apacible de los formoseños, pero el viento norte lo puede. Despierta a las criaturas aletargadas, conmociona a los reptiles y provoca rebelión en el parque. Más que nunca, si cae la noche hay que estar listos para linternear -como dicen en la región-, para anticipar la presencia de serpientes. Algunas nubes de color oscuro sobre el fondo rojizo del atardecer se desplazan demasiado rápido para tratarse de condensación de agua. Un grupo de abejas, negras, agresivas y pequeñas, juguetea entre sí y festeja el secuestro de un panal de las llamadas extranjeras, las abejas nativas, grandes y amarillas, con menos fama provocadora que las anteriores.
En un sector abierto cercano a la laguna Blanca, hay tantas huellas encimadas que es difícil reconocer qué animales han pasado por allí. La luz de la luna es débil por la bruma prematura. Se aproxima la hora de salir a linternear.
La mayoría de los pobladores de Naick-Neck, la villa cercana a la entrada sudeste del parque, no quiere salir de sus casas. El viento norte les cambia el ánimo como a cualquier ser viviente, incluso siendo varios de ellos tobas, nativos prehispánicos de la zona.
Las criaturas del monte -aquí no hay selva- sufen el calor y están apetentes. La noche se cierra. Es hora de encender la linterna, potente y de seis pilas, y estar alertas aunque en definitiva sólo sea para disfrutar del espectáculo que da la naturaleza, bullanguero y ensordecedor sobre el escenario de la Formosa oriental.
La hora de actividad de los monos carayá ha llegado a su fin; se acurrucan en lo alto de las ramas luego de exagerar con los gritos del crepúsculo. Los sonidos y murmullos del monte no se detienen nunca, salen del pasto, de la tierra, de los insectos y del agua; no se apagan como la luz. Las charatas despiden el día con su canto estridente.
Las chuñas se pasean con inocencia por la sabana abierta del parque, a la que uno imagina como la primera víctima de algún predador mayor apenas se haga oscuro.
Sólo hay una forma de escapar momentáneamente de la penumbra: salir a la laguna Blanca. Nadie ha subido todavía al mangrullo de avistamiento que está junto a ella, el principal humedal del parque. Es de madera rústica, estilo scout y techo de paja. Una serie de pasarelas sobre el agua que se interna entre los matorrales de la orilla nos lleva hasta allí. Hace se vio a una curiyú merodeando entre lechuguitas y otras plantas flotantes, pero el temor de cruzarse con la boa acuática es tal vez el principal impedimento para verla.
Tarde apacible
Con el sol ya por debajo de la línea del horizonte, el viento norte comienza a amainar. La subida al mangrullo lleva una esperanza: alcanzar con la mirada el río Pilcomayo, lo que se hace difícil de obtener a pie si en el medio se encuentra el monte sucio, llamado así por los lugareños por tener un sotobosque espinoso y denso de charaguales y caraguatales.
Antes de llegar a lo alto, el guardaparques desalienta la idea. El Pilcomayo no es más que un arroyo importante que serpentea buscando desniveles inexistentes en la llanura más plana de todo el continente americano. Nada tiene de exagerado en sus dimensiones que permita que se lo vea a la distancia. Por cierto, otros riachos de mucho menos renombre que el Pilco, como el Monte Lindo Grande, el Porteño o el Hé Hé, poseen un ancho de cauce mayor y su comportamiento es más activo que el divisor fronterizo con el Paraguay.
La noche ha llegado incluso a la laguna. En otro sector del parque, el estero Poí se reserva su propio libreto de sonidos. Lentamente, el aire del Sur limpia el resto de nubosidad dejado por su rival del Norte. Surgen las estrellas y el mangrullo detiene su meneo inestable provocado por las ráfagas que ya se han despedido.
El linternear es ideal, por ejemplo, para apuntar a los ojos de los yacarés y descubrir el reflejo violáceo de sus pupilas al ser encandilados. El yaca quedará inmóvil, pero aquí se asegura que no vaya a recibir ningún disparo de parte de los furtivos, siempre al acecho en las sabanas, esteros, riachos y bañados del nordeste del país.
La torridez del día ha desaparecido por completo. Un ambiente aliviador por fin abrazó la región. No hay abrigos a mano, la musculosa es demasiado frágil para el momento. Está todo en el campamento, no muy lejos del mangrullo. El monte hasta allí es limpio, sin espinas a la vista. Un sendero conduce sin desvíos hasta el área de acampe, pero hay que linternear sin parar, una alimaña se puede cruzar, cualquier yarará será ejemplo de que en el Chaco formoseño, ella y el resto de los seres silvestres aún tienen la fuerza necesaria para establecer las reglas de supervivencia del lugar.
Pura aventura
Una visita al Parque Nacional Río Pilcomayo es ideal para los amantes del turismo de aventura, aunque obviamente requiere algo de audacia, además de un sombrero para protegerse del sol. Igualmente funcionan servicios que hacen cómodos y confortables los recorridos.
Puede disfrutarse de la magia y y belleza de la naturaleza virgen, así como realizar campings, paseos en bote e interesantes caminatas. Un buen punto de partida puede ser Clorinda, de hecho, la puerta de acceso a Paraguay y su capital, la Ciudad de Asunción, ubicada a menos de 50 kilómetros.
El parque registra temperaturas extremas, propias del clima subtropical, y como algunas veces, durante el día, superan los 45 grados centígrados, la consigna principal es andar con cuidado.
Andrés Pérez Moreno
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