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Cetinale, una villa con señorío toscano

La apacible población, al oeste de Siena, presenta múltiples atractivos, entre ellos una mansión campestre, en la que la concepción renacentista cobra singular relieve; hay secretos que imponen un dramático sentido a la historia de la casa




El sentido escenográfico, dramático, de los italianos de todas las épocas alcanza un nivel de excepción en la villa Cetinale, al oeste de Siena, en el flanco de la colina donde está enclavada la pequeña población de Cetinale, a la que le debe el nombre la señorial construcción levantada por el cardenal Flavio Chigi a fines del siglo XVII. El dramatismo, en este caso, tiene una razón de ser: está alimentado por un trágico secreto.
Los Chigi eran una poderosísima familia en el Renacimiento. Descendían de un antiguo clan de renombrados banqueros de Siena, que se establecieron en Roma en el siglo XV y se pusieron al servicio de los papas.
Gracias al poder de la Iglesia, los Chigi se hicieron muy ricos y erigieron numerosos palacios y villas en Roma (el palazzo Chigi concebido por Giacomo della Porta y Maderna; la villa Farnesina, creada por Baldassare Peruzzi y Rafael; la columnata de San Pedro por Bernini), las villas de Volte Alte y de Vicobello, hechas por Peruzzi en la Toscana. Flavio Chigi, sobrino del papa Alejandro VII, le encargó en 1680 al arquitecto barroco Carlo Fontana que construyera una residencia en el estilo de las grandes villas toscanas en Cetinale.

Huellas de un crimen

Pero detrás de esa mansión campestre en la que triunfa la concepción renacentista, clara y luminosa, más allá del parque, en lo alto del cerro, hay una ermita donde culmina un sendero que sube abruptamente y que es algo así como la huella y la penitencia de un crimen.
Para que la villa de Cetinale recordara el espíritu familiar de los Chigi, Fontana retomó en ella el plan que Peruzzi había creado en la villa de Volte Alte, edificada para la misma familia de banqueros y religiosos.
El cuerpo central del palacio se halla flanqueado por dos alas salientes. Las tres grandes arcadas de la planta baja y del primer piso tienen a sus lados ventanales majestuosos.
El conjunto está coronado por un último piso con ventanitas, justo debajo del techo. Fontana hizo pintar de color crema los muros de la fachada, pero las ventanas y las arcadas, encuadradas por el rosa de los ladrillos y el gris claro de las piedras de las esquinas, crean una sensación de equilibrio.
La fachada posterior es imponente porque de la terraza del primer piso arranca a derecha y a izquierda una escalera monumental en zigzag. El frontón triangular que completa el pórtico agrega fasto y teatralidad al conjunto.

Entre limoneros

El parque responde a una concepción geométrica. Hay un camino central, bordeado por volúmenes de boj de formas cónicas y cúbicas; a intervalos regulares se encuentran dispuestos limoneros plantados en maceteros de terracota.
Como es habitual en los jardines renacentistas hay estatuas de ritmos clásicos que contrastan por su blancura con los cipreses de un verde profundo, casi negro.
Una pequeña capilla de ladrillo rosa hace aún más intensa la sensación de serenidad de la propiedad.

Viejos rastros

Entre los detalles que responden al culto por la antigüedad de los Chigi, se encuentra el muro que bordea el dominio en el que se suceden regularmente bustos romanos. Un olivar en terrazas y un colombario completan la atmósfera calma y agradable de la villa.
Pero el sentido último, oscuro, secreto de Cetinale está en la avenida rectilínea, flanqueada de cipreses, que atraviesa los olivares.
Si se sigue el camino se llega a un claro y allí se descubre la escalera que sube vertiginosamente, abriendo como una herida de lanza en medio de la selva frondosa de robles que cubre la colina y que culmina en una ermita de ladrillo, imponente, marcada por una gran cruz de Lorena.
El bosque fue llamado la Tebaida por el cardenal Flavio Chigi, que para señalar aún más el contraste entre la naturaleza y la mano del hombre hizo colocar entre la vegetación casi salvaje estatuas barrocas esculpidas por Bartolomeo Mazzuoli y levantó pequeñas y sorpresivas capillas.
El noble eclesiástico le dio el nombre de Tebaida a ese sitio boscoso en recuerdo de los desiertos meridionales del Alto Egipto, en los que en el siglo III d.C. muchos cristianos buscaron un refugio para escapar de las persecuciones y vivir ascéticamente.
El cardenal Chigi quería purgar un terrible pecado. Había hecho asesinar por celos a un rival amoroso y, arrepentido, todos los días subía a la cima de la colina como penitencia.

Un escenario imponente

Cuando se descubre detrás de la villa la imponente perspectiva que lleva hasta el despojado santuario que se yergue entre los árboles, recortado contra el cielo de la Toscana, no se puede dejar de pensar en esos escenarios de ópera en los que se desarrollan situaciones terribles.
Subir el calvario creado por el cardenal Chigi para pagar su crimen requiere un buen estado físico, pero el ascenso vale la pena.
El perfume de las plantas; las estatuas que, de improviso, surgen entre los troncos de los árboles, como si fueran extrañas señales de un pasado remotísimo e inquietante; las capillitas que invitan a la meditación o al reposo en esa escalada interminable, crean una sensación entre atlética, excitante y religiosa a la vez.
Desde lo alto, la visión de la campiña toscana y de la aristocrática y hermosa villa a los pies es una excelente recompensa por la ascensión.
Hugo Beccacece

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por Redacción OHLALÁ!


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