
Chiloé, un refugio de las fantasías del mar
En esta apacible isla chilena, que asoma en el Pacífico, sus habitantes entusiasman a los turistas y los hacen partícipes de sus supersticiones; los artesanales palafitos del puerto capital son todo un símbolo
30 de abril de 1999
CASTRO, Chiloé-. La catedral de San Francisco no es de las más antiguas, ni siquiera es del siglo pasado. Sin embargo, parece pertenecer a la isla desde el principio de la historia. Bruce Chatwin, el inglés que mejor describió la Patagonia, visitó esta iglesia cuando el rojo de su fachada no impactaba en la mirada de los visitantes.
Hoy, los brillantes colores lavanda y borravino la transforman en un símbolo de Castro y en centro de innumerables controversias. Lo que en un principio fue vivido como una insolencia por algunos pobladores, amenaza con cubrir lentamente las descoloridas viviendas chilotas.
Chiloé es la isla más grande de Chile, rodeada por gran cantidad de pequeños islotes que se entremezclan en el Pacífico. Nueva Galicia fue el nombre que eligió Ruiz de Gamboa en 1567, cuando la bandera española fue izada por primera vez. Las costas irregulares y montañosas, envueltas gran parte del año entre nieblas y lloviznas, remiten a los fiordos nórdicos o a las rías gallegas. Sin poder eludir los designios que moldean a las personas: los habitantes de Chiloé adoptaron a lo largo del tiempo las formas reconocibles de los pueblos que viven aferrados al mar.
Cuando cae la tarde, el hasta entonces desierto puerto de Castro adquiere un ritmo inusitadamente ajetreado. Los barcos regresan a puerto y una nueva actividad se adueña del lugar. Hombres de manos curtidas y rostros que denotan cansancio se vuelcan a la acostumbrada ceremonia de descargar la pesca del día. Igual que lo hicieron sus padres y antes sus abuelos, enrollan redes y descargan bultos. Sus rostros denotan la ansiedad del que quiere volver a casa pronto, como cualquier oficinista de una gran ciudad.
Pedro Muñoz es el dueño del Chucao, una de las barcazas recién llegadas. En su mirada se puede adivinar que la pesca del día fue especialmente buena. "Parece que este año La Pincoya miró hacia el mar", comentan los recién llegados, mientras apilan los cajones llenos de mariscos. A Pedro se lo contaron sus padres, alrededor del fuego, en alguna de las largas noches chilotas. La Pincoya es una sirena que aparece en la playa los días de marea baja. Si mira hacia el mar habrá abundancia de mariscos; si mira hacia tierra, la pesca será escasa. Nadie la vio nunca, pero todos saben que estuvo. No se discute.
Así como el puerto es dominio de los hombres, el Mercado Municipal de Castro es un reducto femenino. Son ellas las encargadas de limpiar los frutos del mar, transformarlos en guisados y venderlos en los puestos. La profusión de mariscos sorprende como sus nombres: locos, picorocos, machas, piure y choritos, un trabalenguas para los novatos.
En el interior del gran galpón de chapa del centro del mercado, la ceremonia parece ser otra. Cuando los ojos se acostumbran a la semipenumbra, la profusión de colores invade el espacio. Las tejedoras conversan y toman mate, actividad que en Chile está reservada sólo para las matronas. La mayoría de las artesanas vive en palafitos, caseríos elevados sobre pilotes de madera a la entrada de Castro.
Es uno de los barrios más humildes, aunque por los caprichos del turismo los mismos chilotes lo llaman pintoresco. Hoy, los palafitos son, más que un barrio marginal, uno de los símbolos más difundidos de Chiloé.
Un paso obligado
Dicen los pescadores que ellos necesitan tener fuertes lazos con su tierra, porque de otra forma el mar los embruja y nunca vuelven. Será por eso que las casas chilotas resisten sólidas al paso de los años y las tormentas bajo una aparente fachada de fragilidad.
Humberto Cárdenas es arquitecto, vive en Santiago y es la quinta vez que recorre la isla. "Para nosotros, los arquitectos, Chiloé es un paso obligado, un lugar donde volvemos a aprender de la simpleza de las formas y las proporciones. Casi todas estas casas fueron construidas por sus dueños, sin más estudios que la escuela primaria, y sin embargo manejan las proporciones y la armonía con gran maestría. Testigo de sus palabras son las cientos de libros basados en la arquitectura de la isla que llenan las librerías y universidades locales.
A primera vista se presentan uniformes y simples, pero a medida que se observan con detenimiento los detalles empiezan a tomar fuerza y adquieren vida propia. Las más interesantes son las recubiertas de tejuelas de madera, en su gran mayoría de alerce y coihue, árboles nativos de los bosques de la isla. Y si los propietarios tuvieron el buen tino de no pintarla de verde o violeta se puede apreciar cómo sus diseños regulares conforman el sello de cada casa.
Muchos de estos edificios fueron construidos por el pueblo, con las reglas de la Minga , un antiguo concepto cooperativo practicado por los incas. Es tomado como un día de fiesta más que como una jornada de trabajo, donde los vecinos se reúnen y comparten las tareas.
Chiloé es uno de los pocos lugares donde la Minga sobrevive al paso del tiempo, aunque se advierten algunos signos de que esta forma de trabajo comunitario está en vías de extinción. Las últimas Mingas se han organizado exclusivamente para restaurar o construir edificios comunales.
El interior de la isla
Cuando se recorre la carretera número 5, la más importante de la isla, los campos prolijos y ondulantes se despliegan mostrando la cara rural y bucólica de Chiloé. No son muchos los turistas que recalan en los pequeños poblados del interior de la isla. De hecho, las ciudades más importantes están sobre la costa, frente al continente.
Lejos están los chilotes de mirar al continente con envidia o recelo. La isla grande les basta para llevar la vida que eligieron para ellos y sus hijos. La costa oriental es un refugio para protegerse de las furias del Pacífico.
Cucao es la única población que desafía los rigores del mar austral, asentada hace muchos años a la vera del lago Cucao. Hay una carretera menor que llega hasta el pueblo, pero los chilotes prefieren usar el ferry que los une al lago Huilinco. Mientras cargan fardos de lana y bolsas de vieras y mejillones, apuran el ritmo para salir antes del anochecer. Será que no quieren molestar al botero, el navegante nocturno que se encarga de llevar las almas de los difuntos a su destino final, más allá del mar.
La vida en Cucao empieza desde temprano, cuando los primeros rayos del sol asoman entre las nubes del cambiante cielo chilote. La costa es una extensa playa que contrasta con los característicos acantilados. Los domingo, de mañana, los botes y lanchones descansan varados sobre la arena negra. Las campanadas de las iglesias retumban en todo el pueblo, mientras las calles se pueblan de engalanados paseantes.
Cuando Bruce Chatwin conoció Cucao creyó ver en sus iglesias la mano constructora de antiguos monjes celtas.
Los altavoces de la Municipalidad anuncian un curanto al hoyo que se prepara para celebrar el aniversario del pueblo. El humo que se entremezcla con la neblina matinal es señal de que la ceremonia está por comenzar. "Primero se cava el pozo; luego, se enciende la leña y se colocan las piedras que mantienen el calor", comentan los cocineros mientras acomodan las verduras y los mariscos que dan forma al curanto. Una vez que lo tapan con hojas de nalca, todos aplauden y se disponen a esperar. La chicha fría ya está circulando y el talante de los concurrentes prenuncia fiesta para rato.
En un extremo de la plaza algunos turistas miran la escena tímidamente. Hace días que están en Chiloé y saben que serán invitados a compartir la comida. En la playa desierta, las gaviotas mal acostumbradas picotean en la arena buscando su almuerzo. Si las velas fantasmales del Caleuche se acercaran a la costa serían ellas las únicas testigos de la aparición.
Fabiana Callejo
Orientaciones
Cómo llegar
- Chiloé se encuentra a 90 kilómetros de la ciudad de Puerto Montt. La manera más cómoda para llegar es alquilar un auto y cruzar a la isla en el ferry, que sale de Pargua. Parten cada media hora y tarda otro tanto hasta el canal de Chacao. Si no se dispone de vehículo, desde Puerto Montt se pueden tomar ómnibus que salen de la terminal cada dos horas.
Para recorrer
- Si se posee un vehículo propio o alquilado los paseos se facilitan notablemente, ya que las distancias en la isla son cortas. Los pueblos más interesantes son:
- Ancud, a 27 km del puerto de llegada y en la ruta principal de la isla. El Museo Municipal y la feria artesanal se encuentran en el mismo edificio y recorrerlo es una buena manera de conocer la mitología chilota.
- Dalcahue, a 30 km de Castro, organiza la feria artesanal más completa de la isla, los domingos.
- Chonchi, a 20 km de Castro, es uno de los pueblos que mejor conserva las tradiciones chilotas.
- Quellón es la ciudad más austral de la isla, a 100 km de Castro. Dedicada exclusivamente a la pesca es el lugar elegido por aquellos que quieren seguir recorriendo el sur chileno por el continente. Desde Quellón salen los ferries hacia Chaitén, y es la mejor manera de seguir viaje hacia el Sur, ya que la carretera austral se interrumpe en varios tramos hacia el Norte.
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