
Choquequirao, último bastión inca, se ocultó de los españoles durante décadas y hoy se oculta por las rutas del Perú. Desde Cuzco, un bus rumbo Abancay y desde el kilómetro 154, auto a Cachora. Luego de un camino con viviendas a los lados que se transforma en este viperino pueblo, rematado en la cabeza con una plaza y dos despensas, puede empezarse el trekking a las ruinas con todos los temores conocidos. La ruta es larga: sesenta y cuatro kilómetros en cuatro días. Sentados en una casa de familia, tomando un mate –léase té–, con una pareja chilena, escuchamos la experiencia de un vendedor de expediciones. Por unos cuantos dólares, los europeos superequipados, contrataban cocinero, guía y baqueanos, que cargaban mochila y carpa sobre las mulas. Garantizaba el vendedor –muy bueno, por cierto–, que a pie, en época de lluvias, con nuestras mochilas, poca comida y los cincuenta kilos que mi pareja pesaba no podríamos alcanzar la ciudadela inca. Llegar a Choquequirao demanda dos días de caminata por montaña sin más provisiones que las que la espalda carga y con el sólo auxilio de los campesinos que viven al final del recorrido. Le siguen dos días más para regresar: una experiencia no apta para improvisados.
La gente local nos deseó suerte y cuidado. Al terminar el día teníamos que caminar casi veinte kilómetros hasta Playa Rosalina ya que no contábamos, al parecer, con el equipo necesario para soportar el frío de noche a mitad del tramo. Pero uno tiene bríos, al menos al principio, y llegar al campamento es más que posible. El segundo día es el verdadero filtro. Ocho kilómetros es lo que va de la base, junto al río Apurímac, hasta Marampata, de 1.550 msnm a 3.300 msnm. Quien se quejó del camino a Machu Picchu –que habíamos hecho días antes–, no conoce esto. Pasos cortos en una pendiente resbaladiza. Caídas de agua en las laderas verdes de las montañas que desaparecían y volvían a mostrarse. Garúa entrecortada y bichos voladores de 10 centímetros, casi antropomorfos, a lo mejor salidos de una película de Disney. Un continuo e infinito zigzag del camino que de a poco lleva al trance. Y uno camina. Y camina sin esperar, hasta que Marampata llega. Cuatro ranchos que garantizan comida caliente y hospitalidad de la de antes. Desde allí son tres kilómetros hasta las construcciones, pero eso lo veremos recién al día siguiente. Ahora es tiempo de descansar.
Cuando finalmente alcanzamos la meta, fue imposible explicar con palabras la belleza de las ruinas. Sólo era narrable el esfuerzo por alcanzarlas. Guardo el disfrute inolvidable de su vista y, sin duda, recomiendo la experiencia a quien se anime. Seis kilos menos después, camino de vuelta, levantando el pulgar y subiendo a la parte de atrás de una camioneta, vimos por última vez la cima donde, ahora sabíamos, se esconde la ciudadela. Silenciosa, deslumbrante. Imposible no preguntarse, ¿cuántas cosas subsistirán hoy con la virginidad de aquel mundo?
¿Descubrimientos para compartir? ¿Un viaje memorable? Esperamos su foto (en 300 dpi) y relato (alrededor de 3000 caracteres con espacios).
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