
Luego de 4000 y pico de kilómetros en auto con cinco chicos a bordo, es decir, con los conflictos internos que pueden surgir de una combinación infinita de superposiciones de espacios, tiempos, ruidos, estados de ánimo, gustos musicales, temas de conversación (y la lista sigue a un promedio de un desacuerdo cada 10 kilómetros, por ensayar una estadística), preguntamos por la solución a este desgaste a los Schoo.
Padres de siete (de 1 a 14 años), viajan por tierra a la Patagonia desde hace 20 veranos, desde el romántico iglú para dos hasta la casa rodante con anexo de carpa y toda una batería de pertrechos para sobrevivir con la tribu que han formado.
"Nos turnamos", fue su resignada respuesta. Uno de los adultos maneja, mientras el otro tiene la tarea de entretener o arbitrar la sucesión de disputas que se dan entre el bebe que llora y el más grande que duerme, el que no presta los jueguitos electrónicos y los que pasaron de la discusión al combate cuerpo a cuerpo. Cuando una de las partes se cansa cambia asientos.
La comida, un as en la manga
Otro consejo fue parar lo menos posible en el camino, ya que, lejos de aquietar los ánimos, los dispersa, como si cada uno recuperara autonomía y bríos para defenderla. Así que limitan las escalas a las necesarias para cargar combustible, visitar el baño y la provisión básica de alimentos. Porque las comidas son el as de espadas del entretenimiento a bordo, ya lo saben las aerolíneas, así que distribuyen las tareas de preparación: el que saca y sostiene el pan, el que unta la mayonesa, el que completa cada contenido, el que ensambla y el que distribuye. Bebidas, postre, servilletas, levantar basura... Y, sí, además de las calorías se consumieron al menos 50 kilómetros de relativa armonía.
Otra advertencia de los Schoo, algo redundante para cualquiera que haya viajado con niños porque se aprende casi por instinto, es que jamás de los jamases hay que detener el auto si hemos logrado que la mayoría de los chicos se duerma. Aunque de eso dependa llegar a la estación de servicio movidos por el aliento a nafta del tanque vacío, aunque haya que destratar al muchacho del peaje tirándole las monedas sin casi abrir la ventana o que debamos suplicar con la mirada al policía que no interrumpa nuestro andar, que "tengo todo los papeles en orden, por favor, controle al de atrás, que va solo, aburrido de escuchar por enésima vez las mismas noticias en la radio". Todo en una fugaz mirada.
En el auto de los Schoo, como en el de la mayoría de las familias, hay una batería de lápices, cuadernitos, hojas y libros. Al principio, en la guantera; al final del viaje, despedazados por el piso.
Desde que viajo con chicos, casi dos décadas, suelo mirar qué hacen en los otros autos. Siempre me da la impresión que la situación está más controlada que en el propio, pero no logro descifrar la clave. En el último viaje largo, en diciembre, me llamó la atención la cantidad de reproductores de video que brillaban desde el techo del vehículo, hipnotizando a la tropa. No lo he probado. Aún.
Mi método cuando conduzco es tan simple como ineficaz, por lo cual no me atrevería a sugerirlo: iniciada la disputa intento poner orden con un grito o una amenaza. Si no lo logro, que es lo que suele suceder, siempre tengo a mano el viejo CD Clapton Chronicles , que me abstrae de cualquier otro sonido cercano. Mantengo mi ruta y mi concentración al son de las cuerdas de Eric Clapton, a menos que la pelea pase a mayores y haya peligro de lesiones. Entonces me desvío en la banquina a esperar pacientemente que vuelva el sosiego a bordo tarareando Change the World . La única calma que no se altera es la mía, claro está.
Por Encarnación Ezcurra
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