

Bon dia, sou el comandante Amirton, tenho 30 anos de piloto y vou levarlos a Barreirinhas , así se presentó este hombre de unos 65 años, la cara curtida, el bigote entrecano y una camisa de lino, que aunque estaba adentro del pantalón flameaba por la brisa de la mañana.
Habían pintado el cielo de azul, la temperatura rondaba los 29ºC, la pista de asfalto nos miraba de reojo y el Cessna monomotor ya tenía las puertas abiertas. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el comandante tomó parte del equipaje y lo distribuyó entre un cubículo que está detrás de los asientos traseros y otro disimulado a un lado de la trompa del avión. No sé qué pensaría el resto, porque estábamos todos demasiado nerviosos para comentarlo, pero yo veía ese objeto volador como un mosquito teñido de blanco, que además me miraba y se reía.
Estábamos a punto de subir cuando me percaté de un detalle: éramos seis y sólo se veían cinco lugares. Vos, la más flaquita, sentate en el medio de esos dos asientos . La sentencia quedó flotando en el aire por unos segundos... hasta que admití que me hablaban a mí.
Así, sin pensarlo dos veces, entré, me senté y me hice chiquitita en esa sexta ubicación, mitad apoyabrazos y mitad asiento. Inmediatamente subieron los demás -uno a cada lado y dos enfrente- y ese pequeño espacio quedó tan ocupado que los cinco pares de piernas y las diez rodillas se mezclaban y no dejaban de rozarse.
No recuerdo quién hizo el primer chiste, pero en mi memoria todavía resuena la catarata de risas que precedió el despegue. Dicen que cuando un avión aterriza y todo el pasaje aplaude al piloto es una forma de canalizar el miedo. Creo que esas carcajadas cumplieron una función similar.
Cuando estuvo en su lugar, el comandante se dio vuelta y dijo que el vuelo duraría una hora y quince porque teníamos viento en contra. Se apagaron las risas y se encendieron los motores.
El Cessna carreteó por la pista, y aunque casi no nos conocíamos, Soledad, mi vecina de la izquierda, me apretó la mano con fuerza. Yo le devolví la intensidad y cerré los ojos hasta que despegamos. Una vez en el aire, todo se volvió más leve y esa pavada de los nervios parecía ser una emoción terrenal. Allí, en los dominios de los pájaros y las brisas, cambiaba la óptica.
Más allá, el océano
Cobró altura de a poco, eso me dio tiempo para un paneo por la parte nueva de São Luís y, unos kilómetros más al Este, el pueblo colonial de São José de Ribamar, con una gran estatua de ese santo en medio de la plaza central. Más allá, el océano. Un Atlántico oscurecido por la desembocadura de varios ríos de la zona.
El paisaje me hizo olvidar del calor que hacía en la nave, pero no de las turbulencias, que las padecí una por una, sobre todo al cruzar un tramo de mar. Como si las nubes hubieran salido a recibirnos y zamarreándonos nos dijeran: Oi, voces gostan do ceu do Maranhão? (hola, ¿les gusta el cielo del Maranhão?).
Después de media hora, el Cessna comenzó a sobrevolar el continente verde y espeso, con dibujos de ríos como anacondas que dividían el tapiz de palmeras y manglares. Cada tanto, un caserío perdido, con chozas de hojas de palma, me recordaba qué lejos del vértigo de estos tiempos viven algunas personas. Hablando de vértigo... no voy a negar que hubo mareos -con sus consecuencias-, pero son anécdotas de mal gusto que no hacen a la esencia del relato.
De repente, Serafín, que estaba sentado en el lugar del copiloto, giró hacia nosotros: "Miren hacia allá -dijo señalando el Norte-, y van a descubrir el gran secreto de Brasil". Nos las ingeniamos para darnos vuelta, sin desbaratar el precario equilibrio del Cessna. Cuando lo logramos, la emoción fue tal que no hubo exclamaciones inmediatas. El verde se había interrumpido abruptamente y una sábana de arena infinita cubría la Tierra. Son los famosos lençois maranhenses, un desierto de 155.000 hectáreas poblado de pequeñas lagunas de agua cristalina. Un fenómeno único y extraño y, desde el aire, mucho más.
En nuestro honor, el comandante hizo unas acrobacias para que viéramos bien -de cerca y desde todos los ángulos- una de las lagunas más grandes. Se lo agradecí, más mareada que después de diez vueltas seguidas en calesita.
Luego de un rato más de vuelo, la arena volvió a encontrar su límite bien marcado en las matas verdes, y el pueblo de Barreirinhas mostró su silueta colonial. Las casitas de tejas gastadas, las calles de arena... y la pista, que no parecía muy alisada.
El Cessna fue perdiendo altura hasta que las ruedas tocaron el asfalto machucado y, aunque adentro nos movimos de aquí para allá, supe que ya estaba a salvo. Pero me acordé de un detalle: el día siguiente había que volver.
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