

A los jóvenes les gustan los bolsos. Los llevan en todo momento cargados de libros y discos al colegio, o al salir de vacaciones con la ropa hecha un bollo porque no les molesta andar desharrapados. Hacen juego con sus jeans desteñidos. Así los vemos en cualquier casa o con sólo mirar un teleteatro de adolescentes.
Luego, en sus viajes de iniciación antes de sentar cabeza y formar familia, se ponen el bolso a las espaldas y se convierten en mochileros. Son trotamundos que andan por todas partes con el placard a cuestas, igual que los caracoles. Es una moda globalizada de la que participan todos, sin otro límite que la edad porque las valijas las usan sólo los mayores, son un quemo de lesa juventud.
Pero de golpe, con la instantaneidad del terror, la mochila quedó fuera de juego bajo sospecha universal. Y mucho más si alguien tiene un teléfono celular cerca. Hasta el 10 de marzo era una costumbre inocente cargar una de ellas, pero ahora no tanto pues podría contener una bomba y, por ende, se convirtió en un elemento a revisar a fondo.
Por supuesto que también se puede poner un explosivo en una valija, pero llamaría más la atención porque en los trenes suburbanos son incómodas y no hay lugar para dejarlas. En cambio, como sólo ahora nos damos cuenta, era fácil abandonar un bolso lleno de dinamita y dejar el vagón antes de que estallara.
En este punto podríamos escribir: Como decíamos ayer..., porque relacionamos la matanza de Madrid con la de las Torres Gemelas de Nueva York. Y entonces, igual que hoy, tenemos que defender nuestro derecho a viajar. Si nos gobierna el miedo, si nos arrinconamos por el temor, ganan ellos, la minoría de criminales que enfrenta a la mayoría de gente que quiere hacer el turismo y no la guerra.
Somos la generación del 11 de septiembre y del 11 de marzo. La vida no será igual, pero debe continuar. Tenemos que andar ligeros de equipaje. Haremos camino al andar. Palabra de Antonio Machado con música de Joan Manuel Serrat.
En otro tiempo se usaban los baúles que hoy conservamos como adornos en el living o para guardar los juguetes de los chicos. O varias valijas para que las transportaran los changadores para los trenes de larga distancia o transatlánticos.
Uno tiene que arreglárselas solo/sola, porque al llegar al aeropuerto o a la estación terminal hay que subirla a pulso hasta la balanza o el eventual compartimiento de equipaje.
Nuevas exigencias
Hasta ahora, los controles eran muchos y serán más todavía. Habrá que abrir la valija más de una vez y someterse a inspecciones prolijas hasta el agobio. ¡Y bienvenidas sean porque la seguridad es nuestro negocio!
Me fui acostumbrando a llevar cada vez menos cosas, por lejos que vaya, y acomodar la ropa igual que una lasaña, capa por capa, para que puedan desarmarla fácilmente, sin bultos inquietantes ni el secador que parece un arma.
Alguna vez conté en esta columna mi estrategia para lavar las camisas en el hotel. Con la ayuda de muchas lectoras (ellas siempre saben más que nosotros) conocí mejores elementos envasados que el jabón en polvo, de por sí sospechoso.
De la misma manera que los jóvenes, pensaré que la arruga es hermosa si no me prestan una plancha. Un solo traje y dos pantalones, igual que en la publicidad de otrora. Y, aunque el dólar y el euro duelan a la hora de comprar cualquier cosa por barata que sea, buscaré en una tienda de saldos el abrigo que necesito sin arrastrarlo conmigo como un remordimiento.
No dejaré de viajar por ningún lado con precaución y sin temor; aunque deje en casa el alicate de uñas y me resigne a comer con cubiertos de plástico.
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