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Compañeros de viaje en línea




Alguna vez dije con total convicción que jamás usaría un teléfono celular. Un amigo me lo recuerda siempre, en broma, por mensaje de texto. Me duró apenas un tiempo la aversión y hoy cuento con el mismo número que hace ocho o nueve años. No es el mismo aparato, pero en comparación con los últimos modelos, el mío parece un estuche de lentes con botones. No tiene, claro, acceso a Internet. Por eso me siento libre (¡con tan poco!) de responder el correo electrónico cuando lo llevo de viaje.
Puede resultar extraño compartir un lugar paradisíaco con gente muy conectada. Hace poco estuve de cabalgata con una amiga que usa BlackBerry. En medio del monte árido, ella buscaba señal para enviar mensajes por Twitter. Tenía un segundo teléfono, del otro lado de la cintura, que completaba su imagen de cowgirl ultramoderna. No precisaba pistolas: la comunicación era su arma, de doble filo.
Mostrar y contar la aventura en tiempo real se ha vuelto casi una manía intrínseca de las redes sociales. No es culpa de la tecnología, tampoco algo tan grave. Pero no deja de ser llamativa la postura corporal ante el paisaje: alguien tecleando sobre un aparato pequeño, mirando una pantalla ínfima, en el centro de la inmensidad (¡y sobre un caballo!) resalta claramente por su desconexión con el entorno.
Cuando el viaje es grupal y son al menos dos los conectados , se presentan situaciones más curiosas. Por ejemplo, que estén chateando desde sus celulares a pocos metros de distancia. Uno en la barra, el otro en la mesa, para ver qué van a tomar; uno en el lobby y el otro en la habitación, para saber si bajan al desayuno. De una reposera a la otra... Y si la señal llega hasta la costa, se chatea desde la orilla.
Es indiscutible su utilidad. Ubicar a los amigos o al resto de la familia en cualquier momento del viaje es una forma de ganar tiempo e, incluso, evitar problemas. Pero, ¿es imprescindible? El goteo constante de interrupciones lleva al menos a replantearlo.
Una historia mínima de viaje me hace recordar cómo eran las cosas, unos años atrás, en relación con la tecnología y los encuentros. En enero de 1998 pude cumplir mi sueño de viajar a Europa. Saqué los pasajes con mucha anticipación: un ticket triangular , con escala en Nueva York, pasando una noche en Chile; así era más barato. Casi un mes antes de partir combiné con un amigo, que también iba al Viejo Continente, que nos encontraríamos un día específico, a las 16, en la puerta del Madame Tussauds, en Londres. Existía el e-mail, pero no lo usábamos. Y ninguno tenía un número de contacto.
Era cuestión entonces de cumplir con lo acordado, siempre que fuera posible. Nos habíamos olvidado de aclarar qué haríamos en caso de no llegar a tiempo. Era importante estar a la hora exacta para continuar el viaje separados, pero disfrutar de una cerveza juntos. Luego, no nos veríamos por casi un año.
A la hora prevista nos topamos en la entrada del museo. Podía haber fallado, pero ahí estábamos, dos meses después de agendarnos la reunión europea. El desencuentro no hubiera sido tan grave como el de Antes del amanecer , pero ya que andábamos por ahí...
Con más conectividad lo hubiéramos confirmado, seguramente, un par de veces por e-mail, tres con sms y tal vez por Facebook, aunque ninguno lo usa todavía (ya no digo nunca ). Y nos hubiéramos visto de la misma manera. Pero la incomunicación es parte de aquel encuentro, que hoy recordamos con cariño y quedó plasmado en una única foto, junto al muñeco de cera de David Bowie; una sola imagen registrada con una cámara con rollo, otro gran símbolo de que el tiempo corre.
Publicado por Martín Wain / Enviado desde mi BlackBerry / 0.12 AM

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por Redacción OHLALÁ!

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