

En 1972 viajé a Estados Unidos con una amiga y su marido. El era dueño de un banco, y aunque parezca mentira, nuestro objetivo era comprar un avión en Nueva Jersey.
Hicimos escalas en Panamá, México y Nueva York, compramos el avión y empezamos un recorrido inolvidable por casi todos los países de América del Sur.
Como viajábamos con un piloto particular, teníamos la posibilidad de parar donde queríamos. Decíamos este país es feo, nos vamos, este es lindo, nos quedamos. Sería imposible hacer una enumeración de todas las cosas que vimos y compramos. El avión desbordaba, y el piloto nos decía: "Por favor chicas, no se excedan, que tenemos que seguir volando".
Así aterrizamos en un pueblo que se llama Ponce de León, en la frontera de Estados Unidos con México, y nos alojamos en un club muy sofisticado. Estuvimos apenas tres días, un fin de semana completo de tal fiesta que no lo podíamos creer. Los norteamericanos bailaban, se reían, bebían como locos y se tiraban con el traje de soirée a la pileta. Pero el domingo al mediodía la broma se terminaba y empezaban a tomar agua mineral para llegar sobrios al lunes. Y nosotras andábamos recogiendo todas las copas que habían tiradas por el parque.
Al llegar a Acapulco, nos recomendaron visitar el barco donde funcionaba un restaurante muy famoso por servir cochinillo recién asado. Por la noche compramos las entradas para subir a bordo, nos vestimos de etiqueta y salimos dispuestos a disfrutar de un banquete inolvidable. Pero la cena resultó un fracaso, porque además de ser un lugar bastante ordinario, me disgustó una costumbre inexplicable.
Desde la cubierta, los extranjeros arrojaban monedas al agua, y los chicos que estaban apostados a orillas del puerto se tiraban al mar para recogerlas antes de que cayeran al fondo. Me dio mucha tristeza porque utilizaban la pobreza y el hambre de ellos para divertirse poniendo en juego sus vidas. Una payasada de los norteamericanos.
Así recorrimos todas las islas del Caribe, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y llegamos a la Argentina. Creo que los viajes enseñan mucho, y para aprender hay que caminar.
Cada vez que llegaba a un país lo primero que hacía era visitar el Museo de Bellas Artes para descubrir a sus artistas, ver y sentir las obras de una forma que los libros no pueden transmitir.
Después iba al mercado para averiguar qué comían. Dos cosas primordiales para aproximarse al espíritu de un pueblo.
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