

Es sábado y son las 8.30 de la mañana. Unas cincuenta personas esperan en el muelle de Kourou la partida del ferry que lleva a las Islas de la Salvación. Kourou es el pueblo blanco de la Guyana Francesa, donde se concentra la mayor cantidad de europeos de este territorio francés. Esto, debido a la existencia del Centro Espacial Guyanés, lugar desde donde se lanzan los cohetes de la Agencia Espacial Europea y donde trabajan unas ocho mil personas, casi todos profesionales.
La composición étnica del grupo que espera sobre el ferry responde a eso: muchachitos rubios con tatuajes, tablas de surf y cañas de pescar; clásicos nerds (tragas) con la piel cubierta de bronceador y probablemente expertos en alguna disciplina espacial. Un ruidoso grupo de vietnamitas que va de pesca parece la excepción a la regla.
Por los coolers con cerveza, los trajes de baño y las hamacas enrolladas que pronto estarán colgando de las palmeras, se nota que nadie está muy interesado en lo que queda de uno de los presidios más famosos del mundo, un sitio que ha sido calificado como el Alcatraz del Atlántico, aunque es más antiguo que esa prisión californiana.
Una hora le toma al barquito llegar a la Isla Real. Es la única que se puede visitar. Para llegar hasta la San José o la del Diablo habría que convencer al dueño de alguno de los botes que flotan junto al muelle. Y no es fácil. El oleaje persistente que azota las islas y los tiburones resultan extremadamente disuasivos, pese a que la distancia es cortísima. El puñado de francos que uno enarbola como anzuelo no sirve de nada y hay que conformarse con la Real.
De cualquier modo, la Isla Real es como un compendio de lo que hay en las otras dos islas, si se deja de lado que en la del Diablo están la casa de Drefyus y su banco. Tiene las mismas celdas de castigo y los mismos galpones para los presos comunes, además del hospital y las casas de los guardias. La mayor parte de las construcciones están deterioradas y la invasiva vegetación del trópico ha fundido troncos con concreto y ramas con barrotes oxidados.
La Real también tiene, desde 1980, un hotel con buena -pero cara- comida francesa y su respectiva tienda de souvenirs. Desde la terraza de este edificio, ubicado en un promontorio, es posible apreciar la San José y la del Diablo casi como si se estuviera mirando un mapa. Cuesta abstraerse de la belleza y tranquilidad del lugar, de las hamacas en las palmeras apenas inclinadas por el viento y de la gente que viene dispuesta a aprovechar el fin de semana. Cuesta pensar que aquí hubo un infierno. Porque la gente se baña, pese a que los tiburones no andan lejos.
Cerca del hotel está el cementerio de niños. Las fechas de las lápidas reflejan las duras condiciones de vida del presidio. Y eso que eran los hijos de los guardias. Ni pensar en que los bagnards tuvieran hijos, aunque muchos presidiarios eran los chicos de los mandados en las casas de los guardias, sirviendo a las esposas de éstos en toda clase de menesteres. Vaya uno a saber.
Pero volviendo a las lápidas, en casi todas la diferencia entre nacimiento y defunción no es de más de cinco meses. La disenteria era la principal causa, pero también la fiebre amarilla, la malaria, el cólera.
La mortandad entre los reclusos era mayor aún. A las enfermedades mencionadas había que sumar la mala alimentación, el encierro y la posibilidad muy cierta de caerle mal a algún presidiario con malas pulgas que aprovechara una ida al baño para enterrarte un puñal sin que nadie se tomara el asunto muy en serio. A partir de 1930, los transportados recibían vacunas antes de viajar, pero la dieta a que eran sometidos hacía que el efecto protector fuera mínimo.
Para los reclusos había tres salidas posibles, aunque en realidad sólo una. Primero, morirse en una pelea o por enfermedad. en cuyo caso uno era arrojado a los tiburones. Segundo, portarse bien, tratar de vivir lo mejor posible y morir de viejo, en cuyo caso uno era arrojado a los tiburones. Y tercero, tratar de fugarse, caso en el que había grandes posibilidades de terminar comido por tiburones.
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