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Confesiones en camino a San Sebastián

A pesar de las bombas detonadas por ETA en centros turísticos, nadie deja de viajar




La había pasado muy bien en París, sin ningún sobresalto. Preparaba mi viaje al norte de España con un grupo de amigos cuando se colocaron un par de bombas de escaso poder en Galicia. ETA avisó por teléfono y no tuvo más consecuencias que la suspensión de una boda en la iglesia de Santa Susana, que está en lo alto de la alameda de Santiago de Compostela y otra bomba que no llegó a explotar en el puerto deportivo de A Coruña. La tarea de los Técnicos Expertos en Desactivación de Artefactos Explosivos (Tedax) es casi una rutina contemporánea contra el terror.
En 21 días, ETA, en su llamada ofensiva de verano que comenzó el 9 de agosto, colocó nueve bombas en la zona de veraneo de Cantabria, Asturias y Galicia. Ninguna en el País Vasco.
Su propósito declarado era intimidar a los turistas. Las consecuencias reales fueron algunos heridos, ninguno delicado, y el susto consiguiente.
Pero a decir verdad, y lo cuento en primera persona, a la hora de viajar a nadie le gusta ir a tomar sol a un campo minado. Si uno se comportara con frialdad racional el peligro es casi nulo estadísticamente. Mucho menor que el riesgo de cruzar una calle en una gran ciudad o volver en auto en un fin de semana largo.
Sin embargo, tiene consecuencias psicológicas más fuertes. Mientras iba a tomar el TGV, el tren más veloz del mundo, para llegar a Irun, me fijaba en las medidas de seguridad.
Un gran cartel luminoso decía que en cualquier momento podrían ser revisados los equipajes. Hubiera significado atrasos en los horarios porque había mucha gente con valijas y un enjambre de mochileros cargados de bolsos.
El viaje fue una delicia. Cinco horas y media a 300 kilómetros por hora sin que nada se moviera en el vagón, salvo los árboles que pasaban del lado de afuera. Sin otra demora que la parada en Bordeaux o Hendaya. Es tiempo de vacaciones y ver el mar a lo lejos. Ya daban ganas de ponerse el short y descansar a cuerpo de rey.
La inquietud de las noticias de la víspera se había disipado. Y mucho más al llegar a Donostia-San Sebastián, con su sucesión encantadora de playas enmarcadas por su bahía rodeada de verde. Y la prosperidad que se palpa en el aire de Guipuzcoa y en toda la ciudad que compite con Biarritz en elegancia y exclusividad.
Como todo turista, apenas dejé la valija y su alma en la habitación me largué a caminar un poco. Un domingo tranquilo, las topadoras trabajando en la arena para dejarla prolija para la mañana siguiente, familias paseando con los cochecitos de sus hijos entre departamentos de lujo y los bares y restaurantes preparando los mejores pinchos que he comido sobre el mar Cantábrico. Nadie me hacía pensar en la bomba que pocas horas antes había estallado cerca de la catedral de Santiago, en la celebración del año Xacobeo.

Precauciones con libertad

Era una pesadilla contemporánea que había que enfrentar con los ojos muy abiertos. Sin descuidar las precauciones que cada día deben ser más complejas ni exagerar los riesgos que por supuesto son grandes, porque no todas las bombas son apenas petardos de publicidad como estas últimas. Si queremos tomarnos vacaciones tenemos derecho a elegir el lugar que más nos gusta sin que los terroristas nos digan cuándo ni dónde podemos ir o no ir.
La libertad es libre y ésa es la gran diferencia entre los unos y los otros. Por un lado, la enorme mayoría de los que queremos vivir y dejar vivir y del otro, la minoría de intolerantes que nos quiere convertir en rehenes del miedo.
Por Horacio de Dios
Para LA NACION

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