

Cuando la familia es numerosa, los viajes suelen transcurrir en medio de un bullicio constante, como un cotorreo que de a ratos se encauza en un orden de intervenciones verbales, casi como una conversación, aunque no desaparece la amenaza constante de desbarrancar nuevamente hacia un altisonante coro de frases sobre temas inconexos.
¿Pero qué ocurre cuando el árbol se encuentra súbitamente sin el bosque que lo oculta? Los viajes solitarios con algún hijo suelen deparar sorpresas para ambos interlocutores: para el adulto que escucha, lógicamente; pero también para el parlante, que oye el sonido de su voz sin un telón de alboroto.
Allí sucede aquello de a distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una. Menos melódico que Joan Manuel Serrat cantando esos versos de Machado era mi hijo menor, de 5, José, empeñado durante todo el viaje en una mecánica secuencia de números para demostrarme que sabía contar hasta infinito. La precisión se perdía a partir de los 100 y los pedidos para que desista sólo aumentaban su entusiasmo por lograr esa meta imposible. Peor aún era cualquier intento de distracción o sugerencia de que siguiera su monótono listado en voz baja: sólo detenía su marcha para volver a empezar de cero.
Por lo general, los viajes en compañía pueden lograr una combinación inusual de disponibilidad de tiempo, coincidencia de espacio y ausencia de distracciones electrónicas. El beneficio adicional está en que provocan un engañoso pero necesario recorte de la realidad y de la urgencia que permite que entre el cacareo se filtre información importante.
De la vocación a los Beatles
Revisando la bitácora de los recuerdos encuentro que desgranamos alternativas vocacionales en un trayecto a solas con mi hija mayor. Otra hija me desasnó de su cambio de situación sentimental mientras viajábamos una madrugada en auto. Es por lo general en la ruta y sin competencia las pocas veces en que pude sostener una comunicación extensa con el varón de 12 años. Miguel, de 7, esperó estar a solas y recorrer varios kilómetros antes de espetarme con la pregunta de si era ahora obligación casarse entre hombres o todavía podía enamorarse de una mujer.
"¿Qué sabés de biología marina, mamá?", largó un día Pedro, el de 12, en un concentrado viaje en silencio. Todo lo que sé ahora de ese tema es lo que él me contó en el camino y lo que seguirá enseñándome si finalmente sigue esa carrera en el futuro.
Una madre me confesó una vez que la mejor información de su hija la obtiene cuando la lleva en auto de un lugar a otro junto con otras amigas. Mimetizada con el volante, las adolescentes prácticamente olvidan su presencia y hablan sin censura adulta. Más que una franca conversación de viaje, éste sería un caso de espionaje, pero su método puede resultar igualmente fructífero.
No siempre sobrevienen grandes revelaciones en los ocasionales uno a uno entre padres e hijos. Teresa, de 16, invirtió 300 kilómetros en enseñarme la letra de All you need is love, de los Beatles, para que pudiese cantarla sin errar el orden de las estrofas. No lo logró, pero sin duda comprendió cabalmente cuánto puede deteriorarse la capacidad de la memoria con los años.
Me animaría a afirmar que los mejores encuentros entre personas se dan en los viajes, incluso se logran difíciles sintonías filiales. Esta teoría destronaría el mito de la tradicional mesa familiar o el tenemos que hablar en cualquier tipo de asiento inmóvil. La experiencia personal es significativa, aunque tal vez resulte insuficiente para defender esta hipótesis en un debate más científico. Esto puede cambiar pronto, ya que mañana viajaré unos días con el pequeño José, que ya cuenta hasta el 999 sin equivocación y está dispuesto a superarse.
Por Encarnación Ezcurra
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