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Conservación y turismo

Por Alberto Petrina Para LA NACION




El patrimonio cultural constituye la suma de expresiones materiales e inmateriales con que un pueblo define su idiosincrasia, por lo que abarca un panorama integral en el que se funden diversos horizontes: histórico, antropológico, arqueológico, espiritual, artístico, científico, tecnológico.
Un ejemplo de esta definición es la Quebrada de Humahuaca, en la que confluye un marco paisajístico de excepcional belleza con una de las acumulaciones más densas y completas que el país puede exhibir tanto en materia de patrimonio material como inmaterial: en la primera categoría se cuentan desde asentamientos prehispánicos (Tilcara o Los Amarillos) y capillas coloniales con magníficas pinturas del período (Uquía y Purmamarca) hasta una variada oferta museológica (Tilcara) y conjuntos escultóricos monumentales (Humahuaca); en cuanto al acervo inmaterial, éste se manifiesta en rituales festivos y religiosos -carnavales, misachicos, procesiones, ofrendas- que señalan el rico sincretismo étnico y cultural de la región mediante músicas y danzas de inusual colorido.
La declaratoria de protección de un monumento o sitio valoriza al bien en cuestión, con el fin primario de salvaguardarlo de la destrucción, del deterioro o de intervenciones indebidas, y el objetivo final y permanente de ponerlo en valor.
Tal operación concita en forma inmediata la consideración pública, y con ella la especulación económica respecto del turismo potencial que el nuevo monumento habrá de aportar a la región en que se encuentra y a la comunidad allí residente.
Y aquí estamos ante un tema delicado: por un lado, hay un legítimo derecho de los habitantes del lugar a beneficiarse directa o indirectamente con el flujo de visitantes, así como un derecho más general del público al conocimiento y disfrute del bien; pero a la vez hay un estricto deber de protección del mismo bien, que obliga a compromisos que regulen el acceso al mismo y los modos de controlar su manejo. Para comprender el tenor de los acuerdos que deben establecerse nos basta con un símil explicativo: ¿podríamos entrar en una sala teatral colmando, además de los espacios asignados, los pasillos y vías de escape? Seguramente no. ¿Eso restringe la ganancia del dueño de la sala y nuestro libre albedrío de acceder a la misma? Seguramente sí; sin embargo, las leyes y el sentido común nos obligan a aceptar tales reglas.
El turismo no puede eximirse de sujetarse a normas semejantes. Ya las hay en destacados sitios de patrimonio natural, que poseen severas restricciones numéricas para su visita, como es el caso de las islas Galápagos, en Ecuador, y de las Fernando de Noronha, en Brasil, y se está estudiando un régimen similar para las ruinas de Machu Picchu, en Perú, antes de que hordas indeterminadas de caminantes arrasen con las andenerías y senderos tallados en la piedra viva.
Por último, recordemos las fábulas de nuestra niñez: cuando la gallina de los huevos de oro fue abierta en canal para apropiarse de un golpe de su tesoro ésta perdió, junto con su vida, toda capacidad de continuar generándolo.
El autor es director nacional de Patrimonio y Museos

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