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Córdoba: donde doblan las campanas

La catedral, el Cabildo y seis iglesias revelan detalles de la historia de la capital cordobesa




CORDOBA.- El poeta Arturo Capdevila definió alguna vez a Córdoba como la ciudad de las campanas. Sí, también llevó el mote de La Docta, pero una cosa no quita la otra porque la educación y la fe siempre han sido símbolos de crecimiento y valoración para esta capital.
Basta con llegar al denominado centro histórico, delimitado por la famosa Cañada, que recorre la urbanización sin pedir permiso, y una serie de callecitas empedradas como las peatonales Obispo Trejo y Santa Catalina, y la avenida Independencia.
Allí están la catedral y el Cabildo (uno de los tres que siguen en pie en el país, junto con los de Buenos Aires y Salta), acompañados por seis iglesias de gran porte, con muchas historias encerradas tras sus puertas de hierro o madera tallada por los comechingones.
En estos lugares el paso de los vehículos está vedado para proteger las construcciones, y los peatones, incluso los locales, se dan tiempo para admirar los campanarios, demostrar su devoción cristiana o, simplemente, comentar la imponencia del muro que enmarca la iglesia de la Manzana Jesuítica: noventa centímetros de ancho separan a los clérigos del mundo exterior.

Casi una procesión

En el centro histórico es posible encontrar siete imponentes iglesias en menos de cuatro manzanas: la de la Compañía de Jesús, la más antigua, muy mutilada cuando se nacionalizó la Universidad; la catedral, para cuya construcción se tardó más de 185 años; la iglesia de la Merced; la de Santa Catalina de Siena; la de Santa Teresa; la de Santo Domingo y la de San Francisco. La mayoría reviste características arquitectónicas y decorativas influidas por la corriente virreinal del Perú, principalmente de la zona de Potosí, y por otro lado, una corriente barroca digna de Europa central. Más la mano de los jesuitas, por supuesto.
Para empezar, la catedral llama la atención con sus aires barrocos mezclados con diseños indoamericanos en las torres.
Su construcción se inició en 1599 y finalizó en 1784: con esto queda en evidencia que los responsables de la construcción se tomaron su tiempo y, en el camino, los indígenas de la zona, principales constructores, fueron copiando la espiritualidad jesuítica: reprodujeron sus figuras en ángeles comenchingones, de gruesos muslos, alas en la espalda y rasgos duros, que sostienen como guardianes la cúpula del edificio.
Como toda catedral, el edificio tiene tres naves, decoradas con pinturas doradas y óvalos hechos con telas en 1910, donde aparecen figuras de los cuatro evangelistas, pintados según las claves del ilusionismo.
La nave central fue pensada en algún momento como la capilla del Corazón de Jesús y luego creció hacia los laterales con columnas de dos metros de ancho para sostener una estructura que se desmoronó tres veces bajo la dirección de su arquitecto, el catamarqueño Emilio Caraffa. Al lado de la catedral, se erige intacto el Cabildo, con su patio interior reservado para muestras itinerantes de pintura, escultura y fotografía, dignas de recorrer.
Pero sólo basta con caminar una cuadra, también peatonal, también empedrada, para ver lo que fue el primer convento de monjas de clausura del país, al que por razones obvias no se puede ingresar como en las iglesias, manteniendo así un halo de misterio interesante a la hora de contar historias, desde 1603 hasta nuestros días.
Pero si reliquias se trata, bien vale caminar una cuadra más hasta la iglesia de la Compañía de Jesús, la más antigua de la ciudad. El techo es una quilla invertida trabajada con la técnica del dorado a la hoja, según algunos, y según otros, un cañón corrido hecho de madera con tarugos, luego engalanado con tonos dorados. Sea cual fuere la versión que se elija, tardaron 25 años en construir sus tres partes, que no son naves sino capillas. Allí, los indígenas rezaban y participaban de la misa dominical.
Cuando llegaron los italianos, la calidez de la madera fue suplantada por elegante mármol de Carrara. Hoy, en Caseros y la peatonal Obispo Trejo se puede observar los detalles florales o de figuras altoperuanas, hechas en piedra sapo en la torre principal, una austeridad decorativa que contrasta con la ornamentación del interior.
Dentro de este magnífico templo, hay más para conocer: la capilla doméstica y la sacristía, donde hay enormes piletones con dos bocas de agua: una para que el cura se lavara las manos antes de la misa y otra para cuando ésta finalizaba.
Con ese aire ritual se realizan los paseos en el interior, con un silencio que a veces perturba e inquieta, pero que también sorprende cuando se ingresa en la capilla levantada entre 1644 y 1668, con cañas que forman el techo una al lado de la otra, además de imágenes que son sólo estructuras a las que había que engalanar según la fiesta cristiana o la época del año.
Esos santos son los que promovieron el dicho popular Esa se quedó para vestir santos, porque tenían sus propias vestuaristas dominicales, solteras y sólo ocupadas en este quehacer.

La Docta

Sobre el lado opuesto de la Manzana Jesuítica, construcción de 200 años de antigüedad a la que se ingresa abonando una entrada de 3 pesos y que forma parte del Museo Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba, se ubicaba la capilla de los españoles, más tarde transformada en lo que hoy es el salón de grado, otra reliquia en desuso.
Allí se realizaban las defensas de tesis para doctorado, acto que duraba tres días para el alumno sentado en un estrado de por sí atemorizador, rodeado por 49 sillones donde se ubicaban los profesores.
En esta manzana única, declarada Patrimonio de la Humanidad en 2000, también funciona, compartiendo la pared medianera con el célebre Colegio Nacional de Montserrat, la biblioteca jesuítica. Allí hay más de 200 libros traídos de Europa sobre leyes, teología, filosofía y también una edición de la Biblia escrita en siete idiomas y que todavía se puede hojear, con cuidado y paciencia.
Para los creyentes o simplemente para los que aman la arquitectura, la ciudad ofrece estas calles sembradas de fe, con historias tan imperdibles como sorprendentes.

Para seguir el recorrido

Para seguir recorriendo este casco céntrico pleno de historia, bien vale observar la iglesia de San Francisco, con los enormes y fotográficos campanarios dobles y la cúpula neoclásica, construida a principios del siglo XIX por un ingeniero voluntario.
La lista, en pocas cuadras, es bien extensa y se puede conocer tanto con espíritu religioso como con curiosidad de viajero. Se puede visitar la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, con un capitel lleno de azulejos, armada según los designios de una orden que provenía de Barcelona, como también recorrer el Monasterio de Santa Catalina de Siena, enfrentado a la peatonal Obispo Trejo, que abrió sus puertas en 1613.
Por Soledad Aguado
De la Redacción de LA NACION

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