

Excepción hecha de mis dudosas dotes filosóficas, yo diría que me parezco a Kant, un fenómeno de sedentarismo, que en su vida no se movió de Könisberg y el día que más se aventuró en el espacio llegó a 11 kilómetros de su casa. Cosa, naturalmente, que no le impidió escribir la Crítica a la razón pura . Mi otro modelo es William Blake, un ser casi perfectamente inmóvil. La única vez que viajó le pasaron tantas desgracias que decidió encerrarse para siempre. Cuando publiqué El Evangelio según Van Hutten me invitaron a España. Rechacé la invitación y desarrollé una teoría: si es cierto que el mundo gira, alguna vez Madrid o Barcelona pasarán por la puerta de mi casa, qué necesidad de costearse hasta allá.
Lo más lejos que he llegado fuera de mi país es Montevideo, ciudad que me fascina, sobre todo la Ciudad Vieja. Es como un Buenos Aires antiguo, perfeccionado por el recuerdo.
Curiosamente, los dos lugares que más me impresionaron, al punto de hacerme escribir sobre ellos, están en Córdoba. Uno es la ciudad misma, donde ocurre Crónica de un iniciado , y el otro, La Cumbrecita, donde se desarrolla El Evangelio según Van Hutten , mi última novela.
Un pacto con el diablo
Córdoba es la ciudad más católica del país, y eso me permitió situar allí el pacto con el diablo de Crónica.. . Como es sabido, el diablo, sin la existencia de Dios, no sería teológicamente posible. ¿En qué otro lugar va a estar el demonio, sino justamente pegado a la Iglesia? La Cumbrecita fue la revelación de un lugar hermoso, acaso uno de los más hermosos que he visto, una especie de aldea alpina en miniatura. Recuerdo que hace muchos años, cuando fuimos por primera vez con Sylvia Iparaguirre, mi mujer, el taxista que nos condujo a la cumbre nos pareció un hombre muy raro.
El camino, entre pircas, sierras y piedras es bastante largo, y se adentraba en una zona donde, en otra época, se habían refugiado muchos alemanes, después de la Segunda Guerra Mundial. Y el taxista escuchaba marchas alemanas en su auto, lo cual resultaba impresionante a modo de bienvenida. Mucho tiempo después, yo tomé literalmente ese viaje para escribir el primer episodio de El Evangelio... , en el cual el historiador llega a La Cumbrecita, también en un taxi donde el chofer escucha marchas alemanas. Sólo que el personaje de la novela es húngaro y escucha aquellas marchas porque los nazis han matado a su mujer, y ésa es su manera paradójica de recordarla. Como también es casi literal el hecho de que el húngaro termina regalándole al historiador una casita del tiempo -que aún conservo-, una de esas casas alpinas de juguete en las que, si el día es soleado, sale a la puerta la mujer, y cuando está lluvioso aparece un hombrecito tirolés.
Creo que fue Borges quien dijo: "El último invento que tolero es el ascensor". Más o menos siento lo mismo. Subirme a un avión es prácticamente impensable para mí; no tengo interés en llegar rápido a ninguna parte, y mucho menos volando a 10 mil metros de altura. Si volar fuera natural para el hombre, habríamos nacido con alas.
Recuerdo una anécdota que una vez me contó Julio Cortázar. Estaba con un grupo de escritores en Cuba, en casa de Lezama Lima, y parece que La Habana Vieja es muy hermosa de noche. Después de la cena, alguien sugirió la idea de salir a caminar, a lo que Lezama Lima contestó: Caminar... ¡Qué horror!
Un amigo mío sostenía que Borges, en realidad, no había viajado nunca. Como estaba ciego, lo llevaban a un lugar misterioso de Adrogué donde había, grabados, ruidos de aviones, de gente, murmullos en sueco o en alemán. Le hacían poner, por ejemplo, las manos en una palangana con agua y le decían: "Esto es el Ródano". Borges lo creía todo, y después lo escribía.
Si el viaje consistiera en apretar un botón y estar ya mismo en Amsterdam, yo sería un gran viajero. El problema es la movilidad, los trámites, salir dos horas antes de tu casa para tomar un avión peligrosísimo, armar las valijas, cargar con ellas y, seguramente, siempre olvidarte de lo esencial. Basta que yo me mueva diez cuadras de mi puerta para que en el acto necesite algún libro que dejé en mi biblioteca. Por eso, en mi casa de San Pedro tengo una biblioteca que es casi idéntica a la de Buenos Aires, para evitar ese tipo de percances.
Mis viajes, aunque no pasen de los metros que van de la cocina a mi escritorio, son siempre hacia la noche. Para mí la noche no es un pasaje en el tiempo, sino un lugar en el espacio, y entro en ella como se entra a una casa vacía o a una plaza.
El autor es escritor
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