C UENCA (El Mercurio, de Chile. Gurpos de Diarios de América).- A pesar de su fama de ciudad culta, Cuenca sólo comienza a dejar su ensimismamiento en la madrugada del Viernes Santo, antes de que salga el sol, cuando sus habitantes se levantan, congregados en cofradías, vestidos de penitentes,y marchan cuesta arriba cargando al Cristo crucificado. Suben la ciudad haciendo sonar sus bastones en un compás sepulcral que puede dejar la piel tiesa a medida que se va acercando.
Es imposible suponer que debajo de esa mortuoria vestimenta, con esos tenebrosos cucuruchos de verdugo que ocultan hasta los ojos, puede ir una dueña de casa, una adolescente o una linda chica; además, no corresponde: es Viernes Santo.
Los diferentes grupos de cofrades, con sus colores -oscuros- característicos, en marcha de calavera, van subiendo hasta llegar a la catedral. Están sudorosos, porque el esfuerzo no ha sido poco: horas de viaje portando la pesada estatua de la Pasión de Cristo, claro que con las estaciones del Vía Crucis reglamentarias. Será así todo ese día. En ningún momento los penitentes dejarán la procesión: a una cofradía le seguirá otra, y así.
Lo que en un comienzo no se ve, y después empieza a verse, es que, sea a priori, sea a posteriori del fatal turno de cada turba, los cofrades se dirigen a los bares, que han sido especialmente habilitados para el acontecimiento. Han sido provistos de resolí, un licor autóctono que se prepara para la coyuntura.
En consecuencia, al transcurrir las horas de procesión, y al mostrar el día sus diferentes luminosidades, Cuenca comenzará a llenarse de penitentes borrachos.
Muchos estarán tirados en el suelo, con sus siniestros cucuruchos incluso cubriéndoles la cabeza; otros zigzaguearán inconscientes; y no faltarán los últimos que, penacho negro en mano, en un rincón algo alejado, dormirán mansamente.
Pero eso no da pie para que nada se interrumpa: la procesión sigue como si nada, sepulcral y solemne. Esto se entiende porque la de Cuenca es una de las representaciones de Semana Santa más impactantes de España -con el valor agregado de que aún el megaturismo no hace mella, como sí ocurre en las de Sevilla o Zamora, por ejemplo -, y el hecho de ser conocida como La pasión de los borrachos resulta un muy español condimento picante, festivo, a un hecho severamente cuaresmal.
La borrachera de los penitentes es un asunto de origen bastante ignoto, pues ninguna versión da luz sobre ella. Lo que está claro es que conjugar rito con mostos no es nada nuevo: es el aspecto intrínsecamente pagano -y tan español- que hace que cualquier conmemoración, por muy dolorosa que sea, se instaure en fiesta. La diferencia en Cuenca es que el resolí ha hecho del Vía Crucis de Viernes Santo una pasión auténtica, es decir, borracha. Nadie se atrevería a romper este ingrediente ritual.
La ciudad vertical
Una antigua leyenda asegura que Cuenca fue fundada por Hércules. Otra afirma que la ciudad fue capital de los concatos, un temerario pueblo aborigen que se alimentaba de un caldo no menos temible hecho de sangre de caballo y leche. Tales versiones no por dudosas resultan menos destacables que otra acaso más creíble: Cuenca se habría fundado en un casco romano, escribe un cronista, creado para la defensa de una de las más importantes calzadas de la época a su paso por el puente de Castelar.
Pero lo efectivamente cierto es que son los almorávides (musulmanes) los que fundan una fortaleza llamada Conca, en el siglo X, ubicándola en un sitio inverosímil. En 1177 la ciudad pasa a manos de Alfonso VIII, rey de Castilla, y con eso se constituirá en lugar envidiado por moros y cristianos debido a los privilegios concedidos: "Di que eres de Cuenca y entrarás en balde", fue un dicho habitual del Medievo. Y es que la corona para retener a la población, siempre esquiva dada la inaccesible verticalidad del emplazamiento, eximió a sus habitantes de impuestos y portazgos. El rey Alfonso y sucesores tuvieron a Cuenca por niña mimada. Todo gracias a ser una insólita urbe vertical. De hecho, llegó a ser uno de los cuatro obispados del reino, junto a Toledo, Sigüenza y León.
Sin embargo, los siglos pasaron y Cuenca se convirtió en una de las bellas ciudades de Castilla, quedando fuera de las rutas turísticas y del ruido; la verticalidad no significó nada y su orgulloso antiguo refrán pudo con naturalidad reemplazarse por el otro bastante repetido de "todo tiempo pasado fue mejor". Su población, se redujo, hasta el punto de que hoy día viven 43.000 habitantes, aunque tampoco es bueno exagerar: aún es capital de provincia, la que incluso lleva su nombre.
Será quizás esta condición solitaria, solipsista, melancólica, quitada de bulla y también un poco decadente, la que la hace propicia para que hoy sea, por ejemplo, domicilio de espíritus fidedignos, baladeros y lacrimosos, como el del incorregible cantautor de amores puros José Luis Perales, que le es tan fiel a Cuenca como no lo es la chica de ¿Y cómo es él?
Así y todo, no imaginemos lo peor: la decadencia de Cuenca es hermosa. Tal vez como debe ser toda decadencia, que merezca comentarse, ésa también expresan tangos y boleros.
Es sitio de visita de viajantes más que de turistas (según la distinción que hace Paul Bowles: los primeros son los que se enamoran; los otros son los que acumulan kilometraje) porque posee un emplazamiento natural, portentoso, en el que los antiguos construyeron un casco urbano como pocos.
Enclavada entre los ríos Júcar y Huécar, a unos mil metros de altitud, está ubicada en un sitio alucinante. La ciudad no se camina: se sube. Empinadísima, se presenta verticalmente con construcciones que cuelgan por los rígidos despeñaderos de ambos ríos, fabricando barrios cuyas referencias más claras son las de arriba-abajo.
Con el rango oficial de paraje pintoresco, Cuenca posee interesantes edificaciones históricas como la catedral, que presenta una arquitectura única en España. Iniciada en el siglo XIII, es de un curioso estilo gótico anglonormando no visto en otros lugares de la península. Del mismo modo, el Palacio Episcopal (hoy museo diocesano), la torre Mangana, la calle Julián Romero, Mayor y la de los Descalzos le dan al casco antiguo prestancia y olor. Pero, por cierto, el espectáculo real está dado en la contemplación de las casas colgadas, que penden desde el siglo XIV, lo que se hace cruzando un espeluznante y altísimo puente peatonal de hierro sobre el río Huécar. Nadie se imaginaría que el Museo Español de Arte Abstracto, una de las muestras más importantes de su género, pernocta y cuelga al interior de estas imposibles construcciones de precipicio.
Esta condición de Cuenca, impertérrita en el abismo e invulnerable a las hordas de cámaras fotográficas, sólo sufre un momento de meridiana alteración: para Semana Santa.
La procesión por dentro
Cinco niños, como si se trata del más serio de los juegos, han hecho un crucifijo a su escala, que portan con religiosidad a modo de penitentes. Después aparecen otros y otros en igual peregrinaje: han esperado este momento varios meses, porque las familias completas sin exclusión de sexo o edad se preparan con rigor para el ceremonial de las cofradías.
La Semana Santa en Cuenca no es asunto cupular o eclesiástico. Como en toda España, es un acontecimiento de la gente, donde se mezcla religiosidad y paganismo en un mestizaje incorrupto debido a la severidad del rito. Los niños, al igual que los penitentes más crecidos, deben subir el casco antiguo con el Cristo crucificado a cuestas pues, ya dijimos, la ciudad es vertical.
La Plaza Mayor, en la puerta de la catedral, es la llegada. Allí se van congregando seres ocultos en túnicas negras, lilas, café, amarillas. Guantes blancos y penachos de colores contrastados. El silencio es general, acalla cualquier voz específica. Sólo se oye el chac-chac lento de los bastones penitentes que se acercan. La constatación de que ese ruido implacable cada vez está más próximo, y que definitivamente llegará a uno con ese tropel de verdugos negros, no deja de ser desoladora, por mucho que uno sea inocuo visitante o turista y se refugie tras la cámara fotográfica. Es la imagen de la muerte, qué duda cabe: es el chac-chac de la guadaña: la representación más precisa y dolorosa que pudiera tener un Viernes Santo. La borrachera que antes o después acompaña a los penitentes no resulta más que un aliño, sabroso sí, a una vibración telúrica que aquí es vertical.
Marcelo Mendoza