
CURAÇAO Pura esencia holandesa en el Caribe
Playas paradisíacas, sosiego inviolable y admirable vida submarina le dan un auténtico carisma a esta pequeña isla; un trago tropical con el sabor de su antiguo licor acompañado del ritmo de colores de sus casas
12 de marzo de 1999
WILLEMSTAD, Curaçao.- Dicen que ésta es la tierra de la curación, que aquí todo se alivia. Los dolores del cuerpo y las penas del corazón. Cuenta la leyenda, desde hace más de 200 años, que muchos marinos y esclavos africanos que llegaban enfermos, casi al borde de la muerte, después de viajes interminables, en la isla se recuperaban muy rápidamente.
Se alimentaban con semeruco, una fruta parecida a la guinda que crece cerca del puerto y que repone la falta de vitamina C, trastorno que padecía la mayoría de los marinos. Al poco tiempo, los navegantes se sentían con más fuerza y energía y no querían dejar el lugar. Y así, entre viajes de conquista y piratas, Curaçao cobró fama como la isla que todo lo cura.
No se sabe realmente si la historia es verdadera, pero seguro que algo de cierto tiene. Aquí los lugareños son grandes, grandísimos, de ojos profundos y piel brillante. Viven a su propio ritmo, con tiempo para detenerse en la esquina a conversar con aquel amigo o disfrutar de una cerveza a la sombra de un árbol, a media tarde. No es para menos, la isla está en pleno mar Caribe, a media hora de Caracas y tiene una temperatura estable de 27 grados, con suaves vientos permanentes, sol y playas de agua transparente y arenas blancas. Es territorio autónomo del Reino de los Países Bajos y forma parte de las Antillas Holandesas, junto a Bonaire, St. Maarten, St. Eustatius y Saba. Aruba se separó de las Antillas Holandesas en 1986, pero sigue siendo miembro autónomo del Reino de los Países Bajos.
La relación con Holanda no pasa inadvertida. La moneda es el florín; el idioma oficial es el holandés; al gobernador lo elige la reina madre, y la arquitectura es sin duda la marca más grande que los holandeses dejaron en el lugar.
Los aproximadamente 160.000 habitantes están conformes con vivir bajo el ala protectora del Reino de los Países Bajos; así lo expresaron en una consulta popular realizada en 1993. El 74 por ciento de los votantes estuvo de acuerdo con mantener el estado actual y olvidar la independencia. Más allá del ideal patriótico de ser libres, dan prioridad al pasaporte holandés, una situación económica bastante favorable y el respaldo permanente de una potencia.
Pero el vínculo no es sólo unidireccional. Las ventajas de Holanda son muchas y abarcan distintos aspectos. Desde el punto de vista político y económico, la isla representa un punto situado estratégicamente. Curaçao, con su enorme puerto, sirve de conexión entre América del Norte y América del Sur para barcos de gran calado y es una parada obligada para tomar otros rumbos. Pero hay algo más. La isla representa la ilusión colonialista europea de salir del continente y seguir en suelo patrio. Es un refugio cálido para la época del año en que el frío invade Holanda.
La pequeña Amsterdam
Willemstad está dividida en dos. De un lado, se llama Punda (significa punta) y del otro, Otrobanda (otro lado). En el medio, el mar, que entra formando un canal angosto, para abrirse más adelante en ramificaciones que dan lugar al puerto. La capital concentra los mayores atractivos de la isla, aunque por momentos rebasa de turistas que llegan en los cruceros.
Es mediodía. El sol implacable hace, irremediablemente, más lentos los movimientos. Pero igual nadie tiene apuro, es la hora del descanso y el almuerzo. Los que realmente quieren saborear platos regionales se encaminan hacia el Marshe Bieu. Es diferente, nada tiene que ver con los restaurantes de estos tiempos y menos con los de comidas rápidas. Las grietas en las paredes y la falta de pintura delatan sus años. Desde la puerta de rejas ya se ve a Chichi, una morena de vestido verde largo y miles de arrugas que, rodeada de cacerolas, revuelve una de las sopas. Dispersa en el salón, es una de las tantas cocineras que atienden en el lugar. El ambiente es rústico, despreocupado. Las mesas de madera son interminables, hay poca luz y un persistente olor a frito acompaña durante la comida. No hay lujos. No son necesarios. Allí se respira tranquilidad.
Es una de los tantas construcciones del siglo XVIII que abundan en Curaçao. Por eso algunas zonas fueron declaradas Patrimonio Cultural.
La arquitectura de Willemstad conserva rasgos de estilo holandés, pero con características propias del Caribe. A las grandes casonas se les agregaron porchs, balcones y galerías. La costumbre los convirtió en los lugares ideales para reunirse con la familia por las noches y disfrutar de la luna y de la fresca brisa nocturna.
Es imposible no detenerse y contemplarlas mucho más tiempo que lo que se tarda en hacer foco y disparar. Vale la pena. Los colores de las paredes las hacen inconfundibles: rojo, verde, terracota y ocre son los que más se repiten. Todas, sin excepción, tienen algo en común. Los marcos de puertas, barandas y ventanas son siempre blancos. Todas están rodeadas de cuidados jardines y hasta palmeras.
Las calles del centro alternan comercios, viviendas antiguas y fuertes contra invasores, reminiscencias de la época de la Conquista. El Fort Amsterdam, hecho en 1634, fue la primera construcción de la isla. Situado frente al mar, permitía ver a la distancia la llegada de los posibles enemigos.
Puentes distinguidos
Uno de los rasgos que identifica a la capital son los puentes que unen Punda con Otrobanda. El flotante se abre varias veces al día para que las embarcaciones puedan ingresar en el puerto. El puente Juliana, de 56 metros de alto, es sólo para vehículos. Desde allí se tiene una de las mejores vistas de la ciudad, aunque está prohibido detenerse.
En una de las ramas que se abre de la bahía de Santa Ana, hacia la derecha, se organiza el mercado flotante. Estos precarios puestos de frutas, verduras y pescado son una de las marcas del Caribe. Los vendedores, en este caso, llegan desde Venezuela en pequeñas embarcaciones y se instalan con los alimentos para vender. En torno de ellos el movimiento es constante. Unos preparan el pescado, otros cortan y algunos se tiran debajo de la sombrilla que ponen para cubrirse del sol y descansan plácidamente. El murmullo es permanente. Los compradores vienen de todas partes de la isla en busca de la comida fresca para la familia. Se ve mucho color y alegría, aunque siempre sea la misma rutina.
Del otro lado, en Otrobanda, espera el barrio Ijzerkwartier. Es un laberinto de calles pequeñas y angostas que derrocha, con casas muy antiguas, aires coloniales. Los colores vuelven a impresionar, son siempre los mismos que no se cansan de alternarse sin ningún orden. Por esas callecitas no pasan autos ni entran los rayos del sol. Las paredes altas y tan unidas no lo permiten. Las continuas curvas, subidas y bajadas hacen perder por completo el sentido de la orientación. El barrio está hecho para perderse, para olvidarse del bullicio de los comercios e internarse sólo a caminar.
Las ventanas abiertas de las casas de esta zona histórica remontan a otros tiempos. Muebles antiguos, cortinas viejas y paredes descascaradas. Casi nadie deambula por el lugar hasta que el sol no baja. Los bares tienen las puertas cerradas. Todo es silencioso.
Pero a pocos metros, en la plaza central, se están terminando los últimos detalles para el servicio religioso. Ya casi es de noche. La ceremonia, que convoca a todas las religiones locales, está por comenzar. Los grupos familiares se acercan relucientes. La música es cada vez más fuerte. ¿Habrá entre todos ellos algún descendiente de los marinos que revivían al llegar a la isla? Es difícil saberlo, pero ellos tampoco se quieren ir. El pueblo está feliz.
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