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De claustros y otros amores en Cartagena

El viejo convento de Santa Clara, hoy convertido en hotel, inspiró a amantes y a escritores




CARTAGENA DE INDIAS, Colombia.- "En la tercera hornacina del altar mayor, del lado del Evangelio, allí estaba la noticia. La lápida saltó en pedazos al primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta. El maestro de la obra quiso sacarla completa con la ayuda de los obreros, y cuanto más tiraban de ella más larga y abundante parecía, hasta que salieron las últimas hebras todavía prendidas a un cráneo de niña. En la lápida carcomida por el salitre sólo era legible un nombre sin apellido: Sierva María de Todos los Angeles. Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros."La idea de que esa tumba correspondiera a la marquesita de 12 años, cuya leyenda daba cuenta de una cabellera que le arrastraba como cola de novia, que murió de rabia y luego fue venerada en los pueblos del Caribe, resultó ser una interesante nota para ese reportero que decía hacer sus primeras letras. Su gran trascendencia como escritor o lo que lo llevó a lograrlo: una habilidosa imaginación para narrar historias de personajes hasta convencer de que existieron realmente, y no sólo por la actualidad de los escenarios en que se desarrollaron sus vidas, atrae hacia ese sitio donde se escondieron quienes habitaron la Cartagena colonial. Se crea o no en la verosimilitud de sus relatos (los de Gabriel García Márquez), éstos al menos provocan dudas, cierta confusión que despierta interés por el lugar de los hechos.Si existió o no Sierva María o su padre, el marqués de Casalduero, queda a juicio del lector. Lo cierto es que la celda en que encerraron a la niña que murió de rabia por la mordedura de un perro que vagabundeaba por el puerto negrero no es ficticia. Aquel último cuarto del pabellón hoy sigue de pie en el hotel Santa Clara. También, la Casa del Marqués de Valdehoyos, una inmensa mansión colonial situada en la Calle de la Factoría, en la ciudad amurallada, que fue construida por un próspero comerciante de harina y esclavos, y que inspiró Del amor y otros demonios, del premio Nobel de Literatura colombiano

Noticia de novela


El hecho de que el histórico convento de las clarisas, convertido en hospital y luego sede de aulas, iba a ser vendido para construir en su lugar un hotel estremeció a más de uno. Sobre todo cuando, en 1991, comenzaron los trabajos de limpieza, desmonte, apuntalamiento e investigación histórica y cultural previos a la reconstrucción. La obra arquitectónica se puso en marcha un año después.
Para algunos era previsible (entre ellos, el curioso reportero que en su historia retrocedió los hechos a menos de medio siglo), algo había que hacer, la capilla -por ejemplo- estaba a la intemperie por el derrumbe paulatino del tejado, pero en las criptas se sostiene que por entonces aún permanecían enterradas tres generaciones de obispos, abadesas y otras gentes principales.
"El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío", describe García Márquez, en cuyo interior incluye un sendero de matas de plátanos y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz y un árbol colosal de cuyas ramas colgaban bejucos y ristras de orquídeas.
Debajo de éste, un estanque de aguas muertas donde se asentaban guacamayas (especies de papagayos) cautivas.
El jardín dividía el edificio en dos, a la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas (así eran llamadas las monjas de clausura), apenas perturbados por la resaca en los acantilados y los rezos y cantos durante las horas canónicas. Este se comunicaba con la capilla por una puerta interior para que las religiosas pudieran entrar sin pasar por la nave pública y, así, oír misa y cantar detrás de una celosía.
A la izquierda de ese jardín estaban las escuelas, los talleres, la casa de servicio, una cocina enorme de fogones de leña, un mesón y un gran horno de pan.
Al fondo, un patio empantanado por las familias de esclavos y, por último, los establos, un corral de chivos, el huerto, las colmenas, donde se criaba y cultivaba cuanto hacía falta para vivir.
Tal como la reseña del escritor, en los claustros se desarrollaba buena parte de la existencia de gran parte de la población española y criolla. Era normal que cada familia contara con algunos religiosos entre sus miembros.
Pese a sus rutinas y abstinencias, en los claustros de monjas la vida podía resultar menos aburrida que la cursada en el también riguroso encierro familiar.
A pesar de las dificultades de la vida en común, los claustros fueron los únicos lugares del mundo hispánico donde las mujeres pudieron perseguir sus propias quimeras.
Originariamente las celdas fueron oratorios asignados a varias monjas a la vez, pero poco a poco sus dimensiones aumentaron y cumplieron funciones de salas de labor y de retiro de una sola usuaria.
Hasta podría decirse que algunas disponían de departamentos en un condominio privado.
Ese no fue el caso de Sierva María. Sin embargo, García Márquez recrea su celda para reflejar cómo eran las de antaño: amplia, de paredes ásperas y techo muy alto, con una ventana de cuerpo entero con barrotes de madera torneada y batientes atrancados con un travesaño de hierro. En la pared del fondo, que daba al mar, había otra ventana alta condenada con crucetas.
La cama era una base de argamasa con un colchón de lienzo relleno de paja; había un banco de piedra contra la pared y una mesa de obra que servía de altar y lavatorio.
Cuando esta mítica niña cobró vida en el relato, era la época en que el convento estaba sitiado para rendirlo por hambre, una lucha de poder que por años llevaron adelante las clarisas, los franciscanos y las autoridades eclesiásticas.
Fueron las décadas de finales del siglo XVII, y los conventos se enfrentaban por medio de avisos fijados en sus puertas, se proclamaba la excomunión e incitaba a la exclaustración de las clarisas, una virtual expulsión que no tardó en suceder. En tanto, el Cessatio a Divinis, el cese de todo servicio religioso en la ciudad, no fue un paño frío, al contrario.
El sitio al convento llegó hasta el extremo, ya que se impedía el ingreso de provisiones. Sin embargo, ellas resistían gracias a los pozos que las proveían de agua y al suministro de alimentos que los vecinos de San Diego les hacían llegar valiéndose de antiguos albañales (conductos cloacales) del claustro.
"Los túneles de cuarteles o conventos eran muy de la época. Había no menos de seis conocidos en la ciudad y otros se fueron descubriendo con el transcurso de los años" (...) "Un albañal en desuso que comunicaba el convento con un solar vecino, donde el siglo anterior estuvo el cementerio de las primeras clarisas, salía justo debajo del pabellón de la cárcel, frente a un muro alto..."
Aunque el túnel por el que el padre Cayetano Delaura llegó a la mortificada Sierva María (los personajes Del amor y otros demonios) responde a un relato novelado, para que los protagonistas cumplieran sus citas de enamorados en el interior del Santa Clara, algunos autores aseguran su existencia.
"... detrás del altar mayor de la capilla del convento aún hay un túnel que atravesaba todo el convento y sale a la Calle del Curato, al otro extremo", sostiene Alberto H. Lemaitre en Estampas de la Cartagena de ayer. Sin embargo, durante una recorrida por el hotel pudimos advertir que ese sitio está sellado, detrás del altar hay una pared en la que se observan algunos frescos que pudieron rescatarse de antiguas intervenciones arquitectónicas.

Para hacer memoria


  • Los recintos de las monjas clarisas, que luego fueron las habitaciones del hospital, para pasar a ser salones de la Universidad y, posteriormente, salas de consulta externa del nosocomio, fueron adecuadas; no perdieron su sobriedad para, ahora, albergar a los huéspedes.
  • Las sucesivas intervenciones arquitectónicas que dieron lugar a los espacios que ocupó el hospital aún se puede advertir mediante un paseo por las habitaciones, localizadas de izquierda a derecha del restaurante San Francisco hasta el actual vestíbulo del hotel. En la zona del ex quirófano, en la crujía central, está la actual cafetería El Claustro, y en el remate de ese pabellón con la Calle del Curato se sitúa el restaurante San Francisco.
  • Fiel a la tradición que se saborea en los platos del Caribe y franceses, así como la comida que se hace en los conventos de monjas, el Santa Clara ofrece varias alternativas para los amantes de la gastronomía.
El antiguo comedor de las clarisas es hoy El Refectorio, en cuyo centro todavía se alza un aljibe, y fue decorado con muebles de época para ofrecer una selecta carta, en la que se destacan especialidades de origen francés y la pastelería. Ofrece una vista hacia el claustro colonial y al patio interior. Las comidas se amenizan con música de piano.
  • La otra opción es el restaurante San Francisco, bautizado así en honor al santo epónimo de Asís, y su terraza contigua, conocida como Patio Republicano, sirve platos de todas las regiones de Italia. Además, en el café El Claustro, más informal que los anteriores, se ofrece la tradicional brasserie, con el servicio a la carta y de buffet.
  • El sitio donde antiguamente las monjas entonaban cantos eclesiásticos se ha secularizado porque ahora funciona el bar El Coro, donde se presentan grupos de jazz y de música caribeña, ambientados en una antigua bodega colonial. Tiene acceso directo a la calle Stuart y está abierto todos los días, a partir de las 19. En estas semanas se presenta el grupo Son Cubano.
  • La antigua capilla del convento es hoy el Salón Santa Clara, alberga con facilidad a 240 personas. En la torre de su coro se acondicionaron cuatro salones modulares: Las Clarisas, La Espadaña, El Sol y La Luna, para permitir que grupos desde 15 hasta 60 personas puedan reunirse en diversas actividades, como mesas redondas, obras de teatro y cócteles. En la actualidad sólo se realizan convenciones, en tanto se programan eventos especiales.
Por Por Delia Alicia Piña (Del suplemento Turismo)
Recomendaciones
Desde la Argentina, la única aerolínea que vuela a Cartagena es Avianca. Pero desde Buenos Aires también se puede salir con Aerolíneas Argentinas, que llega a Bogotá, vía Caracas, y con Lan Chile, vía Santiago. El vuelo de la línea de bandera colombiana hace una escala de 1 a 2 horas en Bogotá, mediante un pasaje que cuesta 729 dólares ida y vuelta para dos meses de estada. Hay cinco vuelos semanales, que parten lunes, martes y sábados, a las 6.40, y jueves y viernes, a la 1.40. Tardan 8 horas, más el transbordo.

Moneda y visa


  • La moneda es el peso colombiano; 1370,50 pesos colombianos equivalen a un dólar.
  • Para entrar en este país no es necesario tramitar visa.

Más información

La moneda es el peso colombiano; 1370,50 pesos colombianos equivalen a un dólar.Para entrar en este país no es necesario tramitar visa.Más información La diferencia horaria con Colombia es de dos horas menos que Buenos Aires. El prefijo telefónico para comunicarse directamente con este país es 0057 y para hablar con Cartagena hay que agregar 5. En Colombia, el prefijo por marcar para llamar a Cartagena es 95. En esta época del año la temperatura es de 26 a 30°C, por lo que es imprescindible andar con ropa liviana y calzado cómodo; de noche, la brisa del Caribe puede obligar a usar un suéter liviano. El voltaje es de 110 vatios. Se ofrecen más datos en la embajada de Colombia, Carlos Pellegrini 1363, 3° piso, Capital; 325-0258/0494/1106, de lunes a viernes, de 10 a 13 y de 15 a 18.30. En Cartagena funciona el Convention & Visitor Bureau en el Salón Pórtico, del Centro de Convenciones, carrera 8ª, barrio Getsemaní (0057) 5-6602414. Está abierto de lunes a viernes, de 8 a 12 y de 14 a 18.

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por Redacción OHLALÁ!


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