Lo primero que hago al llegar al hotel, después de ver adónde mira la ventana de mi habitación, es salir a dar una vuelta a la manzana.
Las mujeres suelen demorarse para verificar a fondo la limpieza del baño, la comodidad de los placares, darse una ducha y cambiarse de ropa. Pero yo ya estoy en la calle, donde me ubico con mi GPS peatonal. Averiguo los quioscos próximos para no usar el frigobar del hotel, que siempre es más caro que traer un agua mineral y guardarla en la heladera. Pregunto por el alquiler de un móvil o cambio el chip para evitar el roaming. Semblanteo los bares para desayunar porque me gusta hacerlo siempre en uno distinto cada mañana. Y trato de comprar el diario local, que es más entretenido que la TV para el pronóstico del tiempo y los títulos principales. Y, por supuesto, ubicar la estación más próxima del subterráneo, que es el mejor amigo de la clase turística.
Al regreso saludo al concerje con una pequeña propina, aunque no necesite pedirle nada. Por socializar amablemente y sabiendo que cuando baje mi mujer algo le va a preguntar o intenterá cambiar el cuarto por uno mejor.
Caminar es lo mejor para recorrer una ciudad. Y en Manhattan es lo más rápido y cómodo para recorrer distancias humanas. Es decir, de 8 a 12 cuadras alternando bloques cortos y avenidas largas. Ideal para mirar vidrieras. Ocurre en Nueva York o París, lo mismo que en Madrid, Roma, Barcelona o en las islas peatonales que se multiplican en Los Ángeles o Berlín, igual que en Viena o Praga.
Las calles que equivalen a marcas (Quinta Avenida, Madison, Champs Elysées, Serrano, Kurfürstendamm, vía Condotti, Oxford Street, Paseo de Gracia, Ginza en Tokio) son famosas por sus comercios concentrados en no más de 800 metros. Se parecen a la calle Florida, no a la avenida Rivadavia.
El buen viajero de ciudades nunca toma taxis de día por distancias cortas para no perder tiempo encerrado en un auto que marcha a paso de hombre.
En cambio es adicto al subway o metro o tube para llegar a la zona que le interesa, y desde allí pivotear con el mapa como timón. Para navegar hacia Trafalgar Square, el Boulevard St. Michel o Chueca, la plaza Vieja de Praga o tomar el tranvía sobre Kamtner Strasse para llegar a la casa de Sigmund Freud en Viena.
El mapa no siempre es fácil de comprar antes de viajar, pero apenas llegamos los recogemos gratis en todos lados. En mi caso utilizo varias copias que voy marcando. Nunca salgo del hotel sin tener un croquis tentativo para enlazar lo que me interesa hasta la tarde. Anoto el horario de comercios y época de liquidaciones y museos (con los días gratuitos o con rebajas), y algunos sitios para almorzar que me interesan porque sé que al mediodía cuestan un 30% menos que a la noche.
Mapa en mano
Otro buen recurso son las grandes tiendas que tienen menús ejecutivos muy buenos y convenientes. En París, por ejemplo, en la terraza del séptimo piso de Le Printemps puedo sacar mi mejor selfie con una vista de 360 grados sin pagar un euro y comer en un buen autoservice.
Por supuesto que sobre gustos hay mucho escrito y cada uno decide. Sobre todo en cada matrimonio o familia porque los chicos cuentan. Estas son mis experiencias positivas a partir de muchos fracasos porque nada enseña tanto como equivocarse. Y como tengo pata de perro me gusta disfrutar el doble y gastar lo menos posible.
Mis herramientas son mapas, las anotaciones que conservo en la libreta Moleskine (cara, pero por algo la usaba Hemingway, según dicen) y los links para consultar desde un cibercafé que ya no abundan y que cuestan 10 euros por hora. O más. Las aplicaciones en la miniplaqueta las consulto en el hotel, igual que en la compu de mi casa para actualizarme en Internet. Llevo el celular aunque no doy pie con bola con las letras chicas y la pantallita con reflejo no apta para analfabetos digitales. Sólo tomo imágenes como si fueran apuntes visuales porque no soy fotógrafo.
Soy caminante, me gusta callejear, lo que los franceses llaman flaneur, como cantó Yves Montand en un verbo que alabaron Baudelaire y nuestro Sarmiento, y que es un upgrade del pasear.
Y nunca me olvido la tarjeta sin límite para viajar en el transporte público sin preocuparme por el boleto. Son mis favoritos el bus de la línea 63 para pasar frente al Orsay y cruzar de un lado al otro del Sena; el minibus eléctrico en Roma o Montmartre, la tarjeta MetroCard en Nueva York y Oyster en Londres (la base de Sube), los abonos integrados en Madrid o Barcelona o cualquier gran ciudad que se precie de tal.
Y en Venecia el Vaporetto con biglietti turistici a tempo con el que nada tengo que envidiarle a George Clooney, aunque no esté de luna de miel.