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Demora en L.A., con el sello de Migraciones




¡Bingo! ¿Quién lo diría? La oficial de Migraciones que me toca en el aeropuerto de Los Angeles tiene el mismo apellido que yo. Por ingenuo que suene, al ver el nombre grabado en su placa es inevitable esperar algún tipo de arbitraria complicidad y, por lo tanto, ventaja; lo que no es poco para este casi siempre estresante trámite.
Acabo de bajar de un vuelo desde Oriente para quedarme un día en la ciudad californiana y seguir después hacia Buenos Aires. La mirada de la oficial Flores se pierde en las páginas del pasaporte. Hasta que me pregunta por qué tengo una visa de periodista si sólo estoy de paso por Los Angeles. Le respondo que en realidad será algo más que una escala: me quedaré 24 horas, iré a un hotel fuera del aeropuerto y visitaré Venice Beach para redondear un artículo. Poco convencida, me pide el pasaje a Buenos Aires. Empieza a verse irritada, así que mientras revisa los tickets, amplío la defensa: "Mire, con una visa de tránsito quizá no me dejarían salir del aeropuerto; con una de turista, no tendría autorización para trabajar y ..." Error. En cuanto detecta el más leve tono de reclamo, Flores da por terminada nuestra charla sin siquiera haber llegado a descubrir si estamos o no emparentados... Ya no disimula su molestia: "No tengo tiempo para esto. Va a tener que contar su historia en Admission Review . Espere ahí, a un lado, hasta que lo vengan a buscar."
Es notable la inmediatez con la que uno puede descubrirse metido en un problema, pienso mientras estoy parado de espaldas a la fila de docenas de pasajeros que en no pocos casos supondrán que las fuerzas del orden acaban de detectar a un potencial terrorista. Algunos, también, estarán cruzando los dedos para que no les pase lo mismo.
Otro policía me lleva hasta el sector de Revisión de Admisión, que al menos no se llama directamente Ingreso Denegado: ¡Adiós! Me indican que me siente en una sala de espera junto con otros veinte pasajeros, en su mayoría asiáticos y árabes, todos ubicados en sillas frente a cuatro mostradores ocupados por policías. Mantengo la tranquilidad, seguro de mi inocencia y estatus legal, pero también cansado y con ganas de retirar el equipaje y llegar al hotel.
Una hora después el panorama sólo empeoró, y eso que todavía no hablé con nadie. Particularmente después de prestar atención al tratamiento dispensado a algunos pasajeros. El aparenta ser jefe de los interrogadores, cincuentón, de estatura baja e inalterable mal humor, comienza a ladrarle a un libanés de unos 40 años: "Léame los labios: ¡no-le-cre-o-na-da!", le dice, intimidando no sólo a su interlocutor, sino a todos los que estamos cerca; hasta el más optimista debe empezar a tener dudas acerca de su destino. El mismo oficial se ensaña con otro demorado, esta vez un chino que, sin hablar una sílaba de inglés, asegura por medio de un intérprete estar en un viaje por motivos religiosos. Con un insólito tono pretendidamente sagaz, el hombre de azul comienza entonces a preguntarle cuál es... su pasaje bíblico predilecto. El chino no entiende de qué le habla, y no precisamente por una cuestión idiomática.
En una hora y media de trance, sólo veo salir rápidamente de Admission Review a una rubia ciudadana alemana. Con buenas razones para preocuparme, finalmente me llaman al estrado. Por suerte no me toca el box del jefe, sino el de un oficial de rasgos orientales. Otra vez ilusoriamente, me siento en ventaja por venir de Taiwan. Efectivamente, comienza con algunas preguntas amenas: "¿Qué tal el clima?" "¿Ahora es temporada de tifones?" Pero enseguida va a los papeles: "¿Viene a Estados Unidos a trabajar?" Pienso que lo correcto es decir que no, no sea cosa que me tilden de inmigrante ilegal. "Si no viene a trabajar, entonces esta visa de periodista no es válida para ingresar", dice. Respondo que pensaba hacer una nota, que por eso, lejos de saltar de un avión a otro, permanecía un día en Los Angeles. Reconozco que no medí las consecuencias de andar con rodeos: "¡Cuando un oficial le hace una pregunta, responda sí o no! ¡¿Viene a este país a trabajar?!, ¡¿Sí o no?!", comienza a exclamar de la nada.
En una fracción de segundo, tengo en mente un catálogo de diez respuestas indignadas para elegir, una más ingeniosa que la otra. Sin embargo, en un raro destello de lucidez bajo la mirada y contesto con un tenue Sí
El policía se desinfla. "Mi mujer es coreana, ¿sabe? Hace mucho que queremos ir a su país. ¿A usted le toca viajar mucho, ¿no? Qué buen trabajo", quiere saber, ahora amable, mientras yo acepto callado, consciente de que cualquier palabra puede cambiar su humor. Hasta que sella el pasaporte y dice casi sonriente: "Bienvenido a Los Angeles, que tenga una buena estada".

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por Redacción OHLALÁ!

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