

PARIS.- Mi escapada más divertida en mi estada en esta ciudad fue visitar Londres por un día y testear, de primera mano, la experiencia de viajar en el Eurostar.
Tomé el subte hasta la Gare du Nord, una de las estaciones más grandes del metro, que parecía una filmación de El Hombre Araña , porque el techo estaba cubierto de figuras por el Campeonato Mundial de Rugby. Ahí me dirigí al sector de partidas y tenía que hacerlo media hora antes aunque los trámites fueran de pocos minutos. Mostré el pasaporte, mi bolso de mano pasó por el control y me ubiqué en el asiento 52 (ventanilla) del coche 17 en la segunda clase. Desde el andén era difícil diferenciar una clase de otra; arriba, también.
Por supuesto salió en horario: a las 9.07 exactas. Iba rápido, a unos 300 kilómetros por hora, aunque sólo se movía el paisaje externo, ya que podía escribir en la Palm con menos errores que en mi escritorio. Pasó un carrito, igual que en los aviones, ofreciendo comidas y bebidas a precios razonables para el nivel europeo. Ni más ni menos caros que en la ciudad: por ejemplo, un desayuno continental (media luna, café, jugo) por 6 euros; lo mismo en gaseosas, sándwiches o champagne (en este caso, 44 euros), y hasta un mazo de cartas para jugar un solitario, 2 euros.
No necesitaba nada salvo mirar, que era lo más entretenido. Compartía el vagón con familias, varios mochileros con bultos incluidos, turistas de todo tipo y presupuesto y la habitual mezcla de gente como uno. Mi idea era ir en segunda y volver en primera para comparar si todos somos iguales o unos somos más iguales que otros. Hasta ese momento me sentía muy a gusto en la democracia sobre rieles, no tenía ninguna discriminación con respecto a los que estaban en los vagones de primera.
Pasamos por varios túneles aunque no pude saber en qué momento lo hacía debajo del que correspondía al Canal de la Mancha, un trayecto de unos 20 minutos. No experimenté absolutamente nada distinto, ni siquiera lo que se siente en un ascensor de los rápidos.
El viaje pasó volando, valga la metáfora, y en 2h35m llegaba a la enorme estación Waterloo.
Tuve que cambiar mi reloj porque era una hora menos que en Francia y no necesité ningún trámite porque ya los había hecho al salir; sólo me faltaba algo de cambio en libras para moverme, lo que era muy fácil de conseguir, porque sobran los cajeros automáticos o los de tarjetas de crédito.
Me tentó un fuerte desayuno inglés en el bar con un potaje contundente porque tenía hasta chorizo. Panza llena corazón contento, ya tenía el almuerzo solucionado.
En las boleterías saqué un ticket de Travelcard para usarlo todo el día en el transporte sin límite de viajes bajo tierra o en los ómnibus. Pagué 5 libras con la aclaración de que era para no usarlo en las horas pico, porque en esa franja suben los precios. Entré en el subte inglés (el Tube , porque es redondito como ir por un tubo) y en tres estaciones, cruzando el río Támesis, estaba en Picadilly Circus.
Afortunadamente siguen usando los ómnibus de dos pisos, el mejor balcón a la calle itinerante, y con la ayuda de un mapa me ubiqué arriba para contemplar Londres. Les tomaba fotos a los taxis, que mantienen su forma cuadrada, pero ahora están pintados de todos colores, hasta rosas o arco iris, con alguno negro que llamaba más la atención que los colorinches. Subía y bajaba de cualquier línea y si me equivocaba cambiaba de vehículo. Hay que cruzar con cuidado porque hay senderos exclusivos para el transporte público, y no sabemos si vienen por izquierda o derecha, igual que los particulares.
Caminaba un rato al azar y luego volvía al ómnibus o al Tube para ir hasta la casa de Sherlock Holmes, tan famosa que hasta la estación tiene su perfil en azulejos de cerámica, o paseaba por Hyde Park o los recovecos del Covent Garden esperando que apareciera en cualquier momento Audrey Hepburn en Mi bella dama porque había cómicos a la gorra igual que en la calle Florida.
Lo pasé muy bien, incluso tomando una taza de té en Fortnum & Mason (fundada en 1707), pero no en el refinado restaurante del cuarto piso donde el servicio completo, con saladitos y dulces, estaba 23 libras, y atienden camareras salidas de una novela romántica de Jane Austen. Hice mis cuentas y bajé al subsuelo, donde está la famosa tienda de comestibles, para tomar sólo una taza del té de la casa por 3,37 libras en un delicioso bar a la moda. Me hubiera gustado encontrarme con Carlos Tévez, pero no se dio.
Al atardecer, era hora de regresar a París. La máquina del subte no me aceptó el ticket porque ya estaba en hora pico, pero al saber que volvía al Eurostar me dejaron pasar. A pesar de la congestión de tránsito en la superficie, en menos de 15 minutos en Waterloo. Cumplí con la inmigración francesa, la revisión del bolso, y comencé a disfrutar de mi pasaje en primera porque tuve acceso al salón de lujo, similar al que hay en la Gare du Nord.
Igual que en las disco o los aeropuertos estar en la VIP tiene sus privilegios. Decoración con luces tranquilizantes, sillones para relajarme con los diarios y revistas no sólo de Londres, sino del mundo. Me serví generosamente un whisky, lo acompañé con algunos sándwiches, que venían bien después del largo paseo, y usé el servicio libre de Internet para ponerme al día con los e-mails.
Estaba tan a gusto que me costó dejar el VIP para subir al tren. Ingresé en el coche 08, tenía ventana para mí solo en el N° 25. Y a las 18.42 partí en primera. Los asientos eran igualmente confortables a los de segunda, pero más acolchados y con mesas diseñadas para computadoras. El público había cambiado: el único mochilero in péctore era yo, y la mayoría vestía muy formalmente, con saco y corbata, o de cóctel si eran señoras. No hacía falta adivinar que eran ejecutivos. Otra diferencia entre la segunda y la primera es que en lugar del bar-carrito, sirven una comida completa con mantel y todo, comparable con la clase ejecutiva de los aviones, pero más rica y con bebidas.
Ya estaba oscuro y entrecerraba los ojos disfrutando del suave vaivén del Eurostar. Había perdido la curiosidad por saber cuándo cruzaba el canal porque me pasaría tan inadvertido como al pasar el Támesis o el Sena.
A las 22.23 (hora de Francia) estaba de vuelta en la Gare du Nord y un rato más tarde, vía metro, en la cama de mi hotel listo para soñar que había reunido Londres y París en un solo día, en tren. Que el 14 noviembre acortará el viaje en 20 minutos porque llegará a Londres, en 2h15m, a St. Pancras, la estación ultramoderna detrás de un edificio victoriano de 1868 que usted seguramente habrá visto porque es usado en las películas de Harry Potter. Cosa de magia.
Por Horacio de Dios
Para LA NACION
Para LA NACION
Las ventajas, sobre ruedas
PARIS.– Que viajen ejecutivos o empresarios en el Eurostar es realmente habitual desde que este servicio reemplazó de hecho, en 1994, el puente aéreo entre Londres y París. Tal es así que hasta el momento ya viajaron en el tren más de 45 millones de pasajeros.
Los trenes de alta velocidad, no sólo en Francia sino también en Alemania, España o Italia, compiten con ventaja con el avión en viajes que no superan las cuatro horas porque ahorran tiempo en traslados, trámites e inspecciones de seguridad, además de llegar directamente al centro de las ciudades y más, todas ventajas que se suman a la cantidad de coches y a la alta frecuencia (hay unos 20 servicios por día y se prolongan hasta Bruselas). Salvando las distancias, podría decir que tardaba menos de Londres a París que desde un country en Pilar al centro de la Capital en días de semana en horas pico...
Datos útiles
Tarifas
Clase Business Premier (incluye acceso a los lounges, comodidades especiales para pasajeros de negocios y servicio de comida a bordo; no tiene restricciones de ningún tipo): 287 euros.
Primera clase: adultos, desde 186 euros ida y vuelta, y desde 120 el tramo. Menores de 26 años, desde 80 por tramo. Mayores de 60, desde 107 por tramo.
Clase estándar: adultos, desde 106 euros ida y vuelta, y desde 67 el tramo. Menores de 26 años, desde 40 el tramo. Mayores de 60, desde 67 el tramo
Informes
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