

Parar a comer en la ruta puede convertir una decisión irreflexiva en una declaración de principios.
Porque cuando se viaja con chicos, el lugar donde se proveerá de alimentos no será sólo un alto en el camino, sino que las expectativas suben para convertirse en el espacio donde varios elijan (o pretendan elegir) un menú según su humor, donde se configurará una espontánea mesa familiar y una apreciada oportunidad de gastar energía física, concepto que cubre desde el simple estirar las piernas hasta un circuito de entrenamiento aeróbico para los chicos más inquietos.
Las propuestas en el camino son varias, pero finalmente se reducen a dos tipos de parada: por un lado, las tradicionales parrillas o restaurantes de ruta; por otro, los cada vez más surtidos autoservicios de las estaciones de combustible.
La preferencia revela algo más que cuestiones de apetito. La incidencia del bolsillo en este asunto es, curiosamente, mínima, porque en una suma de consumición familiar el presupuesto en el restaurante y en la estación de servicio será prácticamente el mismo. De lo que se trata es de experiencias muy diferentes.
Duelo de sistemas
Quien piensa en restaurante piensa en la panera esperando en la mesa, sobre mantel de papel; que la gaseosa sea de litro, que haya un plato del día, dos cortes de carne -tira, vacío- arrebatándose en la parrilla, algunas opciones para quien puede esperar 20 minutos o más, ensalada o fritas y de postre flan, budín de pan o macedonia. Espera que el mozo tome el pedido mientras empuja con el trapo las migas al piso y, al terminar, que cante un número final donde nunca queda muy claro cuánto cuesta cada cosa. Este tipo de paradas siempre son una incógnita, porque son irrepetibles.
Al contrario, quien va por la ruta oteando estaciones de servicio posiblemente ya sepa qué pedirá y hasta puede anticipar mentalmente el sabor, porque lo ha probado allí o en otra sucursal y la propuesta de comidas calientes de las estaciones tiende cada vez a ser más estandarizada. Sabe que tendrá un diminuto supermercado en sus góndolas para cualquier otro antojo, desde un chocolate hasta un adaptador eléctrico. Entrenados por los locales de comidas rápidas, cada quien se sirve en una bandeja, pasa por el lector de barras en la caja y, ticket en mano, uno a uno se van acomodando en las pequeñas mesas del lugar.
Cada anuncio de parada trae en mi familia un intenso debate sobre cada sistema. Por lo general, la próxima generación se inclina por el autoservicio, renuentes al misterio -y posible frustración- de lo que podrá traer una elección a base de "parece limpio" o "hay muchos autos".
El caso de Saladillo
A veces, estos contrastes se dan en forma evidente. Un caso paradigmático se da sobre la ruta provincial 51, a la altura de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Desde siempre, en una estación YPF convivía el restaurante La Gallareta con un quiosco donde estaban las cajas y los baños, separados por una puerta de vidrio. De un lado a otro pasaban clientes, empleados y Arturo, el perro flaco y amigable que no es de nadie y es de todos.
Hace un par de meses, donde había puerta hay pared, de un lado, del de los baños, se instaló una Full, con alimentos, mesas, la caja registradora y un aprendiz a cargo. Del otro quedó La Gallareta, que, para no ser menos, remozó sus instalaciones y hasta puso Wi-Fi.
De un lado, el conductor distraído que va de paso, el nostálgico del cafetín casi urbano y hasta alguno que supone que el trámite será más rápido. Del otro, la gente de Saladillo, los viajeros habituales y los camioneros a los que un panini no les alcanza ni de copetín.
Lo único que no ha cambiado es Arturo, que saluda y agradece el cariño de unos y otros.
Por Encarnación Ezcurra
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