

Muchos de los que llegamos al centro invernal lo hicimos como turistas. Es decir, de esquiar, ni hablar. Observar a los snowbordistas y esquiadores deslizándose a toda velocidad por las pendientes e imaginarse estar en sus lugares, era una misión imposible, y lo fue hasta el último día, pero al menos, dejamos de ser turistas.
Mi primera clase de esquí no fue nada fácil, sin embargo, el empeño por mejorar hizo que no me dolieran las caídas ni las risas de mis compañeros, porque el ridículo fue general.
Las primeras clases se dan en la base, donde casi no hay pendiente, para que uno aprenda a sentir los esquíes como una extensión de los pies.
Agustín, el instructor que sobrevivió a la pesadilla, indicó que teníamos que calzarnos sólo un esquí, pero al darse vuelta ya teníamos los dos puestos y nos estábamos arrastrando como orugas sobre la nieve virgen.
Primero nos enseñó a hacer cuña, es decir, a frenar, algo fundamental para todo principiante. Le tomó casi dos horas para que pudiéramos hacerlo, al menos torpemente y sin que nos temblaran las rodillas. Para que dobláramos, en un sector más inclinado, le tomó otro buen rato, porque una pierna siempre nos quedaba fuera de control; pero fue en ese momento cuando sentimos por primera vez que habíamos empezado a esquiar.
Por la tarde, nos trasladamos a otro sector, con mayor pendiente, siempre en la base. Los descensos eran increíbles, a veces lográbamos frenar, y otras tantas aterrizábamos como podíamos, con la cola en la nieve. Al profe le sobraba paciencia. Nos ayudaba a subir con nuestros esquíes. Nos remolcaba, esquiando hacia arriba. Es que ya no podíamos más. Sentíamos el cansancio en todo el cuerpo, y hasta en la punta de los esquíes. Es que ya había empezado a sentirlos como una prolongación del cuerpo. Tarea cumplida, al menos por el día.
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