
Muchos nos reímos con aquella escena de la película Slumdog Millionaire en la que los precoces protagonistas se hacen pasar por guías del Taj Mahal, arrancándoles un puñado de dólares a dos turistas ingenuos.
Ahora, cuando se viaja en persona a aquel país extraordinario y contradictorio que es la India, ya deja de resultar simpático el hecho de que todo el tiempo -con énfasis en todo- estén tratando de sacarnos dinero. Ya sea directamente, porque nunca se cansan de pedir, o por medio de las mil y una artimañas y engaña pichangas. Hay que aclarar que, como en cualquier lugar del mundo, en la India hay de todo: gente desinteresada, servicial y genuinamente curiosa, y gente ávida de obtener unos billetes como sea, sobre todo en medio de una pobreza asfixiante y con tanta presa fácil dando vueltas.
Yo creí que por vivir en un país como la Argentina (¿hace falta explicar?), o simplemente por haber conocido un par de culturas diferentes, no iba a caer en los ardides de los cazaturistas . Error. Mi bautismo de fuego fue en la mezquita de Jama Masjid, en Delhi, una maravilla de mármol y piedra roja que data del siglo XVII. Cuando llegamos (éramos dos) se nos acercó raudo un empleado, talonario en mano e identificación colgada al cuello. Nos exigió 200 rupias (unos 4 dólares, pequeña fortuna para estándares indios) per cápita y nos entregó unas camisolas para tapar los brazos descubiertos. Claro, después de pagar descubrimos que la entrada al complejo... era gratis. Lo insólito del asunto es que, cuando confrontamos al falso boletero (porque nunca se movió de su lugar), el hombre abrió resignado la billetera y, sin pestañear, devolvió las 400 rupias como si nada.
Embustes leves de este tipo son comunes en las zonas más turísticas del país. Conductores de taxis o rickshaws que cobran a su antojo ( siempre acordar el valor del viaje de antemano, por más agotador que sea el regateo), sedas que resultan ser poliéster, piedras preciosas que no son más que pelotitas de vidrio o pasajes de tren inexplicablemente agotados para la fecha que buscamos (la opción que nos ofrecen, muchísimo más cara, es la de contratar un auto con chofer) son cosa de todos los días. Lo típico también es que todos, desde el taxista hasta el peatón que nos aborda en la calle, tienen un amigo con algún negocio de alfombras, ropa u artesanías allí nomás, e insistirán hasta el cansancio para que uno visite el local. Porque, por supuesto, si lo logran se llevarán una comisión, por más que el turista no compre nada (misión prácticamente imposible una vez que se pone un pie en la tienda).
Pero, claro, existen estafas más pesadas y mucho menos inocentes que las anteriores. En el viaje de regreso a Londres (escala previa a Buenos Aires), mi compañero de asiento resultó ser un vasco de unos treinta y largos que, como yo, venía de estar en la India por primera vez. Su primera noche no fue precisamente auspiciosa: llegó al aeropuerto a medianoche, tomó un taxi y le pidió al conductor que lo llevara a un hotel cuatro estrellas, donde tenía una reserva. Y ahí empezó el juego: el taxista fingió no conocer el hotel ni la dirección del mismo. Entonces se ofreció a parar a preguntar en una supuesta agencia de turismo, donde el supuesto encargado hizo una supuesta llamada al hotel, donde supuestamente anunciaron que no había ninguna reserva hecha a nombre del pasajero. Conclusión: gracias a las gestiones de la agencia, nuestro amigo terminó en un nuevo hotel, mucho más mediocre, pero infinitamente más caro que el cuatro estrellas.
Pese a aquel contratiempo, el español aseguró haber disfrutado al máximo de su viaje. Yo, por mi parte, debo decir que en pocos lugares me he sentido tan segura como en la India. Los engaños y las ventajitas son desgastantes, no hay duda, pero no existe la violencia ni los robos que conocemos en estas latitudes.
"Que estos tíos no me atrapan más. La próxima vez saldré invicto de cualquier timo (engaño)", advirtió mi compañero de asiento. Lo mismo digo yo. Veremos.
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